.Roosevelt y la guerra
Durante los próximos cinco años vamos a presenciar muchas discusiones sobre quién fue el personaje más grande del siglo XX. Imagino que habrá quien apoye a Lenin, Stalin, Hitler o Freud, si bien los tres primeros, aunque dictaran la agenda mundial, serán considerados evidentemente fuerzas destructoras.Permítanme, pues, ser el primero y, como europeo con un sano escepticismo ante los encantos de la forma de vida estadounidense, apostar fuertemente por Franklin Roosevelt como el candidato de más mérito. Me siento especialmente inclinado a insistir en ello porque en las celebraciones del 50º aniversario del final de la guerra -o al menos en las de Londres- apenas se mencionó el nombre de ese gran arquitecto de la victoria aliada. Si bien es cierto que Roosevelt murió el 12 de abril de 1945, por lo que no pudo estar presente cuando la guerra finalizó materialmente, esta circunstancia puramente accidental no debería haber permitido la omisión de ese gran nombre.
Roosevelt fue el hombre que salvó al Reino Unido en 1940-1941, al llegar a un acuerdo por el que se envió material bélico estadounidense a nuestra isla, en aquel entonces sumida en la batalla, a cambio del prolongado arrendamiento de numerosas bases británicas en todo el mundo; unas bases que, en cualquier caso, eran bastante inútiles y lo habrían seguido siendo si el Reino Unido hubiera caído ante Hitler. Tomó esa decisión sin consultar a su Congreso, algo que todavía se le reprocha por motivos constitucionales. Roosevelt se dio cuenta de que si el Reino Unido caía ante los nazis sería muy difícil liberar Europa. Es más, siguió enviando equipos a este país, y luego, por supuesto, hizo lo mismo con Rusia. En la conferencia de Teherán, Stalin reconoció esta ayuda, aunque después los rusos rara vez lo han vuelto a hacer. En la época de Teherán, los norteamericanos estaban suministrando a la URSS las dos terceras partes de sus vehículos de motor y la mitad de sus aviones. Sólo en 1943 EE UU envió a Rusia más de 5.000 cazas, y trece millones de soldados soviéticos marchaban con botas de fabricación estadounidense.
Estados Unidos era, y quizá siga siendo, "una gigantesca caldera" que, una vez encendida, "la fuerza que puede generar no tiene límites". Esta observación fue realizada por un estadista inglés hacia 1914, pero en los años cuarenta era más cierta que nunca. Sin embargo, hacía falta alguien que se encargara de encenderla. Ese hombre fue Roosevelt. De no haber sido por él, se habrían producido retrasos terribles. Además, Roosevelt Iogró que los negros y las mujeres de Estados Unidos participaran plenamente, una tarea de movilización en la que, como siempre reconoció, le ayudó mucho su esposa, Eleanor, una mujer de inagotable energía. Así, la II Guerra Mundial fue el comienzo de la revolución social para los negros y las mujeres, cambio que, por supuesto, ha afectado al mundo entero posteriormente. Pero Roosevelt era más que un líder de la guerra. Hay que reconocer que fue uno de los poquísimos estadistas democráticos que se encontraba tan cómodo en su papel de comandante en jefe como en el de hombre encargado de curar los males económicos y sociales. De hecho, sólo por el New Deal, merecería ser recordado como el más grande estadista: El new deal fue el elemento determinante de la gestión política de nuestro tiempo. Ahora todos somos partidarios del new deal, incluso Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Nadie en su sano juicio defendería hoy la renuncia total del Estado a intervenir en los asuntos económicos de una nación, aunque haya margen para la discusión -preferiblemente no ideológica- sobre cómo y dónde debería intervenir. Del mismo modo, tras el colapso del imperio soviético en 1989, nadie sería tan insensato como para defender la nacionalización total de los medios de producción e intercambio. La vía rooseveltiana es la vía hacia la economía mixta, que parece que será la fórmula soberana para la vida económica y política del próximo siglo.
La personalidad de Roosevelt tiene un atractivo abrumador. Produce un especial deleite porque es difícil imaginar cómo podría sobrevivir políticamente en los tiempos modernos. Ello no quiere decir que Roosevelt estaría anticuado, sino, por el contrario, que nosotros (los medios de comunicación modernos) deberíamos aprender de su ejemplo y del de los que hicieron posible que viviera como lo hizo.
En primer lugar, Roosevelt había quedado tullido por la polio. Pero logró ser un estadista gracias a un espléndido engaño: nunca permitía que se le fotografiara con muletas o en silla de ruedas. Siempre se le veía de pie ante un atril, pronunciando uno de sus espléndidos discursos (generalmente, con sus propias palabras, no las de un redactor de discursos), o del brazo de un secretario o un hijo. Los periodistas acreditados ante la Casa Blanca colaboraban en ello, llegando en ocasiones a tirar accidentalmente la cámara de cualquiera que no se atuviese a las normas.
Puede que la vida privada de Roosevelt no resistiera ese descarado escrutinio que hoy es tan normal en el Reino Unido o en EE UU, aunque afortunadamente (tanto para los países como para los individuos), no lo es en España o Francia. Eleanor Roosevelt, la esposa de Franklin, era una admirable reformadora social que viajaba continuamente, y obteniendo buenos resultados, en favor de la causa de los derechos humanos. Sin embargo, en la vida social era torpe, poco elegante y carecía de sentido del humor. Tenía madera de santa. Pero es difícil vivir con una santa. Franklin Delano Roosevelt necesitaba mujeres atractivas. En un maravilloso libro de Doris Kerns Goodwin, No ordinary time, que acaba de ganar el Premio Pulitzer en EE UU y que seguramente pronto se publicará en Europa, se cuenta cómo vivía Roosevelt durante la guerra. Según Doris Kerns, Roosevelt habría dicho: "No hay nada más agradable para la vista que una mujer atractiva, nada más refrescante para el espíritu que su compañía, nada más alagador para el ego que su afecto". Roosevelt recibía la atención constan te de muchas mujeres así. Missy Le Hand, su secretaria; Margaret Suckley, su prima; la princesa Marta de Noruega, y su antiguo amor, Lucy Mercer, que volvió a entrar en su vida en 1943, apoyaron a Roosevelt en el esfuerzo de ganar la guerra. Doris Kerns (con cuyo libro he aprendido mucho) es demasiado honrada y fiel como para especular sin pruebas sobre la naturaleza exacta de las relaciones del presidente con esas mujeres, pero no deja dudas de que fueron tan importantes para ganar la guerra como varios acorazados.
Si se acepta mi propuesta de Roosevelt como personaje del siglo, seré atacado por muchas personas de Polonia y Europa del Este, que señalarán que Roosevelt cedió a Stalin la mitad de Europa en Yalta. Creo que eso es un mito. En enero de 1945, los ejércitos soviéticos ya habían conquistado gran parte de Europa del Este, y el problema era lograr la retirada de esas fuerzas. En Yalta se obtuvieron algunas afirmaciones que, de haberse llevado a cabo, habrían garantizado dicha retirada. La debilidad se produjo después de Yalta -y de Roosevelt- y no antes.
Son las seis de la tarde. Si todavía durara la guerra y yo trabajase en la Casa Blanca, sería la hora del cóctel. Quizá podría esperar ir a la sala del presidente y ver cómo el comandante en jefe, con su traje de algodón mil rayas y su boquilla elegantemente inclinada, habla despreocupadamente mientras se hace sus martinis secos (con ginebra) para esa tertulia diaria, tan necesaria para él, antes de una cena privada con la princesa Marta. ¡Larga vida al recuerdo del presidente!
es historiador británico.
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