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Tribuna:
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Vitalidad actual de la lengua española

Hace poco discurría yo aquí acerca de la cuestión litigiosa suscitada por los alegados excesos de promoción oficial de la lengua catalana en detrimento de la española. Dejando de lado ese problema candente, quisiera considerar ahora -fuera ya del actual contexto intrapeninsular- el estado en que se encuentra en el ancho mundo esta lengua española nuestra, acerca de cuyo deterioro se oyen frecuentes lamentaciones, reiterativas del viejo tema de la infiltración de materiales extraños a que, sobre todo por la poderosa expansión del inglés, está sometido el idioma castellano. Lo que más parece preocupar a las gentes es, en efecto, la consabida irrupción de barbarismos, así como los demás estropicios gramaticales que la influencia foránea ocasiona.Universales son, en verdad, fenómenos semejantes, y no peculiaridades de nuestro caso particular, sino repetidos en todas partes y desde siempre. El lenguaje humano, como constituido que está -a diferencia del lenguaje natural con que los individuos de otras especies zoológicas se entienden entre sí- por un sistema de signos convencionales, es un medio de comunicación eminentemente fluido, flexible, y en incesante cambio. Por lo demás, este lenguaje convencional, hecho de signos inventados, se halla, según expresa el mito de la bíblica Torre de Babel, diversificado en los diferentes idiomas que a lo largo de la historia han desarrollado diversas comunidades humanas. Ahora bien, por muy aisladas que puedan mantenerse a veces estas comunidades idiomáticas, cualquier contacto que se entable entre los miembros de unas y otras inducirá a tender puentes significantes que, por supuesto, determinan cambios en el sistema de la lengua receptora, quizá ante todo mediante el préstamo o adopción de elementos verbales.

El lenguaje humano es, como tal, cambiante, "histórico", pues histórico es el homo sapiens a quien sirve de instrumento para la comunicación con sus semejantes; y si muchas de sus alteraciones se producen por evolución interna, otras muchas vendrán a ser resultado del contagio con alguna lengua diferente. En la adopción de formas verbales ajenas suele tener un peso muy considerable el factor prestigio, que puede dimanar del brillo de una más refinada cultura, o bien de la sugestión y aun fascinación ejercida por el poder político. Sin salir del campo de nuestra civilización occidental, y dentro de ella tan sólo a partir del Renacimiento, fácil es advertir cómo por tal razón predominaron en su día, invadiendo las otras lenguas, sucesivamente, la española primero, después la francesa y, por fin, la inglesa. Frente al auge de esta última ha solido alzarse, ya en la época de los nacionalismos, la alarmada protesta de los defensores de tal o cual lengua invadida; y así, junto a lamentaciones y exhortaciones de los discretos, los paladines del nacionalismo agraviado han pretendido en más de una ocasión llevar a la práctica esa defensa por vía ejecutiva, esto es, aplicando a ella los recursos del poder público. Así, el régimen fascista prohibió en Italia el uso de palabras extranjeras; y siguiendo su ejemplo, lo mismo quiso hacer en España el franquismo. El resultado nulo de tales disposiciones oficiales resulta, a final de cuentas, bien patente. Y, sin embargo, la experiencia nunca parece escarmentar ni disuadir a los celosos guardianes del idioma patrio: todavía el actual Gobierno francés acomete hoy por su parte la tarea de preservar la pureza de la lengua nacional, poniendo en vigor medidas oficiales punitivas, con obstinada reincidencia en un empeño cuya futilidad se ha evidenciado, acá y allá, siempre de nuevo. Diría yo que del fracaso de intentos semejantes hay que felicitarse; pues el purismo idiomático equivale ciertamente a la fosilización del lenguaje, y ésta es claro síntoma de la parálisis del cuerpo social, de su agotamiento y cultural esterilidad.

¿Cuál será al respecto la situación en que se encuentra hoy nuestro común idioma? En los momentos actuales la lengua española, como en verdad todas las lenguas del mundo, empezando por la invasora inglesa, atraviesa una fase de rápida transformación, a resultas de los cambios acarreados por el fabuloso progreso tecnológico de los últimos decenios, que ha introducido muchísimos objetos nuevos en demanda de nombre propio, y con ellos también nuevos comportamientos humanos, que requieren ser adecuadamente designados o descritos. Todo esto da lugar a una radical alteración de la estructura social que, más allá de los efectos inmediatos mencionados, repercute de maneras diversas sobre el lenguaje en su conjunto. Y así, oímos lamentar -aparte la afluencia de barbarismos, innecesarios algunas veces- el general deterioro del idioma, que es sin duda atroz; se hacen acusaciones, y se piden o proponen remedios... Ni siquiera en forma muy sumaria cabría establecer aquí un catálogo de las tropelías idiomáticas que a diario nos infligen los medios de comunicación y que, siguiendo su ejemplo, reproduce el habla de las gentes. Tampoco sería posible trazar en unas cuantas frases la relación que ese deterioro puede tener con las transformaciones traídas al cuerpo social por el desarrollo tecnológico. Pero sea como quiera, no hay duda de que, de una manera u otra, deberá efectuarse el indispensable reajuste entre una estructura social alterada tan a fondo, y un orden de valores correspondiente a sus características, orden de valores cuyo vehículo no puede ser otro que el lenguaje. Una cosa es segura: reajuste tal no podría llervarse a cabo con vistas a una restauración del pasado, sino más bien a partir de un análisis sociológico capaz de señalar las líneas previsibles del desarrollo futuro. Si el análisis revela -digamos por ejemplo- que, desaparecida la cultura lingüística rural, las grandes multitudes urbanas padecen una patética pobreza verbal, y esto a pesar de que han obtenido acceso a las tradicionales instituciones educativas, podrá acaso llegarse a la conclusión de que su acceso en masa a estas instituciones ha tenido el efecto indeseable de reventarlas, haciéndolas inoperantes. Lo que procedía hacer, en consecuencia, es -e insisto en que sólo se trata aquí de un simple ejemplo- renovar a fondo el sistema educativo, poniendo a contribución las técnicas audiovisuales hoy disponibles para impartir mediante ellas una enseñanza adecuada a esas multitudes.

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Si menciono las técnicas audiovisuales, es porque se ha hecho habitual echarles la principal culpa del deterioro sufrido por el lenguaje. Y es verdad que las amplias y hondas transformaciones experimentadas por la sociedad en lo que va de siglo, y con mayor intensidad durante los últimos decenios, han conferido a esos medios de comunicación un papel central dentro de la vida contemporánea. Con demasiada frecuencia suele oírse la queja de que la actividad política se está desplazando, desde el Parlamento, a la radio y televisión; y el hecho es muy cierto, pero constituye una realidad inevitable, que no tiene por qué ser negativa. En varias oportunidades he insistido yo en señalar que en el mundo entero se ejerce hoy el Gobierno sobre todo a través de los medios electrónicos de comunicación pública, explicando cómo el Parlamento ha debido hacerse subsidiario de la televisión, ya que sólo a través de ella alcanzan a adquirir sus debates verdadera efectividad política; y he puntualizado con algunas reflexiones la razón -y la legitimidad- de que ello sea así. También he procurado poner de relieve cómo la evolución de la previa sociedad burguesa hacia una sociedad de masas que incorpora la población entera a la vida pública, ha dado lugar a que los modelos del habla, la autoridad lingüística, antes ejercida por escritores y radores dentro de una restringida capa social, haya pasado a manos -o, mejor dicho, a labios- de los locutores, quienes, desde las emisoras electrónicas, se dirigen a una gran audiencia cuyo único modelo de expresión verbal -estando formada en su inmensa mayoría por gentes poco dadas a la lectura- es ahora el que ellos le ofrecen. Y este modelo no es propiamente tal, sino mero resultado de una descuidada elocución urgente; de modo que -en conjunción con la ínfima calidad de la enseñanza que se imparte a las multitudes escolarizadas- el lenguaje común se ve cada día más estropeado y más pobre.

Con todo, encuentro injusto acusar a los medios electrónicos de comunicación que, en cuanto tales medios, son neutros, e igualmente consentirán ser utilizados con fines de elevación cultural. A esto debiera tender el reajuste de cuya necesidad hablaba antes: a utilizar su potencial en una dirección positiva, según las condiciones de la sociedad a la que deben servir. Aun dentro de un régimen como el actual, sometido a la directa y cruda competencia económica con los efectos negativos inherentes a tan incontrolada espontaneidad, esos medios pueden cumplir, y de hecho están cumpliendo, a pesar de todo y sin proponérselo, ciertas funciones benéficas. Más de una vez he aludido a las ventajas de la ubicuidad con que, por su Propia índole, imparte la información, indicando además que no sólo el mismo material informativo acerca de los acontecimientos mundiales -esto es, la actualidad sensacional- es transmitido de inmediato a todas partes y recibido simultáneamente por todos los habitantes del planeta, sino que también los espectáculos recreativos que la televisión ofrece constituyen objeto de intenso y continuo intercambio de opiniones, con el efecto de ensanchar y profundizar las bases de la sociabilidad. ¿Quién ignora que, en charla de vecindario o quizá a través del teléfono, las telenovelas o culebrones dan materia a la confrontación de impresiones y opiniones entre parientes, amigos y conocidos, e incluso entre personas que entablan casual contacto en la sala de espera del dentista o en el ocio de la playa? Pues bien, acaba de aparecer impreso un estudio de mi amigo y colega el filólogo Gregorio Salvador, quien, bajo el título de Un vehículo para la cohesión lingüística: el español hablado en los culebrones, muestra cómo ese género de entretenimiento, de inferior calidad artística, está causando, sin embargo, un efecto de importancia mayor por cuanto se refiere al idioma español, al afirmar y consolidar nuestra unidad lingüística en una tan dilatada, extensión geográfica. La conocida broma de Oscar Wilde, al hacer que uno de los personajes de su novelita El fantasma de Canterville afirme: los ingleses. "lo tenemos todo en común con América, excepto, por supuesto, la lengua"; broma que algún escritor hispanoamericano transpuso a nuestras tierras, de aquí en adelante no tendrá ya mucho sentido entre nosotros gracias a los culebrones.

En resumen, entiendo que la lengua española, ni más ni menos que el resto de las lenguas, está sometida hoy, como consecuencia de los profundos cambios experimentados en los últimos tiempos por la sociedad, a una intensísima transformación, con adaptaciones prácticas imprescindibles y, por su urgencia, precipitadas; que, en algún que otro aspecto, adaptaciones tales pueden suponer sin, duda una pérdida de calidad con renuncia a sutilezas y complejidades expresivas; pero que, en cuanto exigencia funcional, muestran cómo la sociedad a cuyo servicio se encuentra el idioma no yace, arrinconada, al margen de la historia, sino que vive en la plena actualidad. Por eso ha podido decirse, y así lo han repetido algunos escritores eminentes, que la lengua española goza hoy de buena salud.

P.D.: Nada de lo arriba dicho contradice -muy al contrario, confirma- lo dicho por Rosa Regás en su artículo Defensa del español [publicado el 24 de abril], cuyos términos suscribo punto por punto. Lo confirma, puesto que coincidimos en la estimación de que el culpable abandono del derecho al uso de nuestra lengua en los organismos internacionales viene como resulta de una actitud de general negligencia por parte de los hispanohablantes, actitud que comparten y reflejan los encargados de su representación oficial. Y cuando me refiero a los hispanohablantes y a quienes los representan, no aludo tan sólo a los habitantes de esta Península y a los funcionarios del Estado español, sino -como también lo sugiere Regás- a los de todos los países de nuestro común idioma. En suma, que la suerte de las lenguas depende de la actitud del cuerpo social, más bien que de los poderes públicos.

Francisco Ayala es escritor.

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