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El silencio cómplice de la Iglesia argentina

Obispos y sacerdotes debaten la actuación del clero en la dictadura militar que mató a miles de personas

Juan Jesús Aznárez

El seminario diocesano de Morón, recoleto, ajardinado, idóneo para el recogimiento y la reflexión en sus empedradas veredas, dista 25 kilómetros de Buenos Aires, principal bestiario de la dictadura argentina, capital donde Inés de Avellaneda recuerda que el padre Francisco ordenaba gritar "¡Viva Hitler!" a quienes pedían ir al baño durante su detención en Campo de Mayo. "Si no gritábamos eso, nos decía: 'Cágate encima". Monseñor Justo Laguna, obispo de Morón, se muestra arrepentido porque cree que se pudo haber hecho mucho más. "Yo tendría que haber armado un escándalo".No habla cualquiera. El obispo Laguna, quien, contrariamente a otros prelados o capellanes, da la cara y asume las omisiones de su desempeño como representante del episcopado ante la Junta Militar, se reunía regularmente con los secretarios generales de los comandantes recabando información sobre el paradero de miles de personas desaparecidas. "Debí haber renunciado: no hago más esto. Me di cuenta enseguida de que nos engañaban. Todo era mentira. No nos daban un dato. Entregábamos páginas y páginas con los datos de las personas. Pero nada. No están, no están...". Laguna admite que aquellas reuniones transmitieron "una imagen de cierta complicidad". "Yo de todo eso me arrepiento profundamente", añade.

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Recostado en un banco del atrio, el cura párroco de San Pedro Telmo, Horacio Astigueta, capellán de la Escuela de Cadetes de Aviación de Córdoba en la década de los setenta, charla distendidamente con dos ancianos feligreses. Siendo su conciencia esquiva, la aproximación debe ser cautelosa."¿Su apellido es vasco, verdad, padre?". "Alavés", precisa. El conciliador circunloquio se agota pronto. "Le voy a ser franco, dicen que usted confesaba a muchos prisioneros antes de ser fusilados clandestinamente, que nunca los denunció, y que además..."., "¿Quién dice eso?". "Lo he leído". "Todo eso es mentira, mentira. Son unos sinvergüenzas".

No hay tiempo para escuchar la verdad del padre Astigueta en el fugaz diálogo de la calle de Humberto I, ni quiere brindarla quien, descompuesto, huye hacia el interior del templo asiéndose la sotana. Al fondo de los claustros, el altar y el Altísimo, invocados por sacerdotes sacrificados en la santidad del potro castrense y por tenientes con hábito que confortaban a los operadores de los cadalsos. por Cristo y Occidente. Zacarías Montoukias acusó al cura Christian von Wernik. "Cuando nos estaban llevando para soltarnos a otro prisionero y a mí, el cura le dijo al guardia que por qué no nos volvían a pasar por la máquina para que nos olvidáramos de que habíamos estado allí". Ancianos o enfermos, murieron muchos contemporáneos de aquel horror, y ahora, entre el episcopado y el sacerdocio, implicado desde el silencio o la complicidad, el testimonio. Y lo niegan quienes temen la vergüenza de su exposición. "Por favor, llame la próxima semana, monseñor se ha retirado a descansar. ¿Con quién ha hablado ya? Déme su teléfono, le avisaremos".

En la diócesis de Miguel Esteban Hesayne, obispo de Viedma, los jefes militares indultados en 1990 tienen prohibida la comunión. Pocos prelados muestran su misma disposición al diálogo y a la revisión histórica porque pocos, como monseñor Hesayne, pueden ofrecerla sin bajar los ojos. "Recuerdo que luego de un encuentro con el general Albano Harguindeguy

[ministro del Interior en la Junta], en lugar de ir a la invitación que me hizo para cenar, me fui a mi casa y le escribí una carta donde le volvía a decir que la tortura es inmoral, la emplee quien la emplee. Es violencia, y la violencia es antihumana y anticristiana". Monseñor Hesayne ha ido más allá. Presentó a la comisión ejecutiva del episcopado un proyecto que establece juicios canónicos contra los sacerdotes asociados con aberraciones. Abortado el encuentro con el hermano Astigueta, el encuentro con el integrismo, la eficaz navegación por la memoria de quienes muestran escaso interés en su rescate impusieron el ocultamiento profesional. Casi de hinojos, acentuando la devoción, fue posible conversar con un párroco del residencial barrio Norte, algunas de cuyas tesis le acercaban a Von Wernik. "No sabe usted lo que fue aquello. Bombas por las calles, asesinatos todos los días. No se podía vivir. La mayoría de las personas arrestadas querían destruir las iglesias, todo. ¿Qué podíamos pensar nosotros cuando nos pedían la intercesión de la Iglesia por gentes que nos hubieran expulsado de Argentina si toman el poder? Yo no estoy muy de acuerdo en pedir perdón". Cierto es que en el Ejército Revolucionario del Pueblo y en los montoneros, con clero entre sus filas, hubo activistas que no hubieran dudado en colgar de una pica la cabeza de este párroco, pero víctimas de la denunciada cobardía eclesial, silencio o tibieza en el señalamiento de los asesinatos y martirios fueron también familias de abolengo, religión y orden.Emilio Mignone, fervoroso católico, ex rector de la Universidad de Lujan, me recibe en su casa de la céntrica avenida de Santa Fe. Perdió una hija e infructuosamente solicitó ayuda a coroneles, generales, obispos, al abominable almirante Emilio Massera, al controvertido nuncio Pio Laghi. "Tengo mucho miedo, porque me han amenazado', me dijo el nuncio. Le contesté que, en primer lugar, a él no le iba a pasar nada porque era diplomático, y que a mí sí podía pasarme porque era un pobre diablo". Bignone, autor del libro Iglesia y dictadura, puso al representante del Vaticano contra la verdad evangélica: "Y en última instancia, si a usted lo matan, debería alegrarse, porque, según dijo Jesús, el buen pastor da la vida por sus ovejas. Y usted es pastor antes que nuncio".No era fácil romper con un Estado que promovía la primacía de la civilización cristiana y se llevó por delante a más de 10.000 personas en su defensa. Monseñor Laguna dice que el examen de conciencia requiere tiempo. "Los obispos estamos dispuestos a hacerlo, pero los tiempos de la Iglesia no son los del periodismo". El de Sante Fe, monseñor Edgardo Storni, piensa que "está todo dicho" en el documento de la Conferencia Episcopal de la pasada semana, que atriIbuyó a la responsabilidad personal cualquier yerro, o pecado contra Dios, la humanidad y la propia conciencia. "La Iglesia no necesita hacer ningún examen de conciencia, y mucho menos pedir perdón a la sociedad argentina por la actuación de la jerarquía católica durante la última dictadura militar". Para Bignone sobran las razones que apremian el mea culpa. El obispo de La Rioja, monseñor Enrique Angeleli y el de San Nicolás, Carlos Ponce de León, murieron en supuestos accidentes automovilísticos. "El episcopado siempre aceptó la explicación militar. Es la única Iglesia católica que yo conozco que no acepta sus propios mártires".

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