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Ganar en Vietnam

Hace 20 años, un 30 de abril, cruel abril como lo bautizó el periodista francés Olivier Todd, el mundo parecía caminar a un vasto destino diferente. Las tropas nacionales vietnamitas entraban en Saigón. Así acababa en Indochina una moderna guerra de los 30 años, que había comenzado en las llanuras aluviales del Tonkín cuando el tío Ho proclamó la independencia de Francia a mediados de los años cuarenta, y que se había batido hasta el último cartucho en las junglas del delta del Mekong, mediados los setenta.Fue la primera guerra heredada de la segunda guerra. La ocupación japonesa había barrido la implantación colonial francesa, humillando al hombre blanco por primera vez en la zona, que caía derrotado por unos ojos diminutos y rasgados. A la victoria de los aliados, Francia quiso vanamente volver donde solía, pero en 1954 se rendía exhausta en Dien Bien Phu, un valle laosiano donde toda Indochina se perdía o se ganaba en la batalla. Estados Unidos recogía entonces el testigo, en una época a la que daba nombre Foster Dulles y su creación, el macartismo, decidido a aplicar las doctrinas de George Kennan. Había que oponer un cinturón político y de fuego a la presunta expansión del comunismo; doctrina del containment se llamaba.

Así comenzó con Eisenhower un continuo goteo de asesores que para 1965, bajo Johnson, sumaban ya más de 20.000 soldados. Entre esa fecha y 1973, en la que concluyó el repliegue del más de medio millón de hombres que llegaron a desplegarse en la guerra, unos 60.000 norteamericanos habían muerto o desaparecido en los arrozales de Vietnam, Laos y Camboya. Con el presidente Nixon y su acrobático aprendiz de brujo, Henry Kissinger, Estados Unidos había abandonado Vietnam sin ganar la guerra, pero dejando tras de sí al régimen survietnamita, que malamente peleaba para sobrevivir como en un final aplazado del conflicto. Era una guerra póstuma para los americanos, que no sabrían si habían perdido o ganado hasta que Saigón se derrumbara o pudiera instalarse en la permanencia.

Por eso, abril de 1975 representa el punto culminante de la ilusión mundial del comunismo. La primera derrota militar de Estados Unidos, a la que seguía como en un racimo de desgracias la retirada portuguesa de su imperio africano, devorado por los marxismos de la selva, proporcionaba bases navales a la URSS en el mar de China y un nuevo espacio estratégico a Pekín, en el umbral de Tailandia, Malasia y Singapur. Había quien todavía pretendía que el cisma sino-soviético, viejo ya de 15 años, era simplemente una impostura o que se recompondría en la unidad a la hora del triunfo de Hanol.

Estaba en boga la geométrica teoría de los dominós, según la cual, como un desplome imparable de las fichas, la caída de Vietnam, que se hacía simultánea con las de Camboya y Laos, arrastraría la de todo el sureste de Asia, para amenazar desde allí a una Birmania precariamente neutralista, y, ¿por qué no?, asomarse por Imphala al subcontinente indostánico. No había que creer, por otra parte, en la coexistencia más o menos apática que reinaba en Europa, donde los acuerdos de Helsinki de ese mismo año habían legitimado, decían las Casandras de Occidente, las amuralladas frónteras del comunismo en la Mitteleuropa. Era como si ese cabo peninsular de Asía que era la Europa democrática estuviera a punto de caer presa de una súbita finlandización; todos poseídos de una mortal acedía, seríamos devorados por un ogro nada filantrópico, distrito postal moscovita.

La verdad sobre lo que fue el absurdo de la guerra vietnamita se ha ido viendo, como en un doble tiempo, a los pocos años, con el primer restañarse de los labios americanos de la herida, y al día de hoy, con la destrucción del comunismo soviético.

A fines de los setenta, cuando en uno de los movimientos mas imprevisores y necios de la historia la URSS se inventaba en Afganistán su propio Vietnam, Estados Unidos era palpablemente más fuerte que mientras unos años antes combatía al marxismo en Indochina. Abandonado Vietnam a su suerte comunista, estallaba la guerra vietnamo-camboyana, Pekín organizaba su propia insurrección de jemeres rojos contra la rebautizada Saigón-Ciudad Ho Chi Minh, y se libraba, de propina, una breve guerra entre China y Vietnam. El comunismo entraba en guerra civil.

Los comunismos, frente supuestamente monolítico de la subversión universal, desembarazados de su sucinta ideología de independencia e inalcanzable desarrollo, se revelaban, en el fragor de la geopolítica, como puros nacionalismos a los que todo oponía mortalmente entre sí. Nunca había sido mayor el alejamiento entre la URSS y China, y si Vietnam sobrevolaba toda la península de Indochina, el atraso, la impericia, el escándalo de los boat people, que votaban con los remos de sus esquifes de fortuna, hacían que el comunismo vietnamita y soviético abrazaran muchos más problemas de los que podían resolver.

La guerra de Vietnam había sido inútil, como reconoce ahora el secretario de Defensa norteamericano de gran parte de la guerra, Robert S. McNamara, en un libro, A retrospect: tragedy and lessons of Vietnam, al escribir que Washington habría podido dejar Indochina en 1963 sin pérdida de cara, esa dichosa reputación por la que la España de Olivares defendió, aunque con mayor razón geopolítica, Flandes de la insurrección calvinista.

Todos se equivocaban. George Kennan, pidiendo cordones sanitarios contra un sistema mucho más incapaz que agresivo; Henry Kissinger, proclamando perogrulladas en forma de linkage: la necesidad de no salir de Vietnam en derrota porque ello, decía, afectaría a toda la línea defensiva occidental en el globo; el presidente Johnson, dando por sentado que, para que la derecha local le consintiera su programa progresista de la Gran Sociedad, tenía sin remedio que echarle la carnaza de librar la guerra al comunismo en el exterior.

Las fronteras entre los dos mundos, el liberal y el comunista, no se inflexionaron en contra del primero, sino que cuando Washington se hubo despojado de Indochina comenzó el fin del imperio soviético: Vietnam y Afganistán, el festón imperial portugués y la Cuba crecientemente empobrecida se convertían, como la Etiopía de Mengistu, o el Comecon intratable, en una sucesión de losas que pendían del cuello de ese cíclope de pavorosa impotencia que era el Kremlin.

Sólo hacía falta que apareciera en escena el último alquimista qué, ajeno a la sabia pasividad de Breznev y de Chernenko, y, cuando menos, a la medida brevedad del paso de Andropov, tuvo por delante cinco años para desintegrar la URSS. Mijaíl Gorbachov no es el responsable de que en realidad Estados Unidos ganara la guerra de Vietnam, como ahora sabemos que así fue, pero sí de que el mundo pueda darse hoy por bien enterado.

A los 20 años de la entrada comunista en el palacio presidencial de Saigón, Vietnam tantea esperanzado el abandono del comunismo, aunque no, cautamente, de la dictadura. Y ruega a sus antiguos enemigos que vuelvan al país con inversión y tecnología; pide, si no perdón, que se olvide al menos quién ganó tan devastadora guerra, consciente de que los años de paz y de victoria han sido en realidad los de una terrible derrota.

Veinte años después, la antigua geopolítica es la única verdad estratégica del mundo. Rusia no es por ello hoy un seguro aliado, pero por su misma debilidad sólo es capaz de amenazarse a sí misma; los vietnamitas, como en los últimos mil anos, temen prioritariamente a China, cualquiera que sea el color del régimen que exhiba, y sueña con un Occidente que colonice benignamente, ahora que la economía mundial hace ilusorias las soberanías; Japón, socio de Washington en los últimos 50 años, preocupa mucho más que China y Rusia juntas, y en la antigua Yugoslavia se matan porque los Balcanes son un territorio que está aún por encontrar el ordenamiento que el comunismo sólo demoraría.

La guerra de Vietnam, recordada con incomodidad por supuestos vencedores y falsos vencidos, sólo pone hoy de relieve la fenomenal tenaza que el anticomunismo ha ejercido sobre el mundo occidental, alimentando pasiones represoras, nutriendo dictaduras sin escolarizar, creando su contrafigura en todas las ilusas vanguardias del proletariado, quintacolumnas, generosas e insensatas, de un mesianismo que no sentía ni la propia URSS.

Ahora, a las dos décadas de la estruendosa victoria comunista de Saigón y a los 10 años del gran estropicio-Gorbachov, sabemos que los mejores y más formidables anticomunistas eran ellos.

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