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Benítez Reyes inventa la memoria de su propia infancia en su nuevo libro

, La memoria no es nada si no se inventa; eso piensa Felipe Benítez Reyes, poeta y narrador, que se ha inventado su infancia en La propiedad del paraíso (Planeta), que ayer presentó José Manuel Caballero Bonald. El escritor gaditano, de Jerez de la Frontera (1928), presentó a uno de sus sobrinos literarios (sobrino, que no hijo, pues éste, en literaltura, siempre degüella al padre; se sabe), Felipe Benítez Reyes, e Rota (1960), y lo hizo hablando de un texto, "escrito", dijo Caballero, "como no es frecuente que se escriba ahora, y me refiero al aire de la novela, a ese paisaje antiguo, como pintado, que se nos presenta, pero descrito con procedimientos absolutamente contemporáneos".Destacó, además, "ese clasicismo filtrado a través del prisma de la modernidad", esas fotografías color sepia de una infancia, la del autor, supone, "pues no es fácil hablar de la infancia, sin hablar de la de uno, de su propia memoria". (Luego vendría, en su turno, Felipe Benítez con lo de que "hay que inventar la memoria, pues la memoria no es nada si no se la inventa", aclaró, y, quedó claro). Felipe Benítez es narrador, pero también es poeta; y se le nota, advirtió Caballero, en ésta: "Se vale de un óptimo aparejo de poeta para sondear en ese protagonista que se puede parecer al propio Felipe Benítez, y recurre para ello a una prosa movilizada a través de ciertas energías poéticas, en la que, además, la ironía es usada de forma muy efectiva, pues logra desplazar del campo argumental cualquier riesgo de solemnidad". Había que resumir, y resumió: "Ha escrito un libro fascinante, de un ingenioso refinamiento y dentro de esa tradición de que la literatura es una obra de arte y un ejemplo placentero".

Para Felipe Benítez la intención primera de esta novela corta era más modesta: enredado en una novela más compleja y complicada, que por fin ha acabado, le apeteció de pronto descansar e inventarse la memoria de su infancia, la nostalgia de un paraíso perdido, y se puso a ello, sin más intención que satisfacer a un puñado de amigos, para quienes la iba a editar, en la imprenta que está al lado de su casa. Le pareció un acto de humildad, pero un amigo, Andrés Trapiello, le hizo ver que, aquello, era más bien un acto de soberbia; así que, contrito, la envió a Planeta, y para su sorpresa encontró no sólo un editor, sino un entusiasmo al que no estaba acostumbrado.

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