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Un esclavo llamado Cervantes

A doña Leonor de Cortinas, madre del autor del Quijote, le hubiera venido al pelo en 1579, como suple ausencias de su hijo, el Premio Cervantes de literatura, a tocateja. Con los millones del premio, un real sobre otro, hubiera podido- pagar ¡al fin! el rescate de, 500 escudos de oro exigido por el Bey de Argel para liberar a su esclavo Miguel de Cervantes. Quinientos escudos de oro valían 200.000 maravedís o 5.882 reales, es decir, tarín barín, la exacta doblonada que, por pura coincidencia, en millones de pesetas se lleva el premiado hoy.Culturales intendentes a toros pasados dan faroles y subsidios a quien ya nada necesita. Si hoy, además de consecuentes con la tradición de galardonar a acomodados famosos, dieran soga a su cometido poniéndose en solfa, premiarían a Corín Tellado o Walt Disney y, a título póstumo, a J. Mallorquí, el celebérrimo autor de El Coyote. Pero no hay que pedir peras al olmo ni sal a lo desaborido.

Ceremonia de recuperación, hija de la confusión y hasta de la marrullería, celebrada en todos los patios con el mismo empeño y perseverancia. Ceremonia rematada por cresta de laureles, premios, medallas, copas, collares y otras chucherías. Supo Cervantes jugar al santo macarro -"Yo, poetón..., socarrón"-, cuando, al final de su vida, hubo de elegir, por desquites y daños, lauro, calabazas dio a la Orden de Calatrava, y otros Rotarys Club o Academias de la Butifarra de la época para, por peteneras saliendo, darse de alta, el 17 de abril de 1609, en la Hermandad de Esclavos del Santísimo Sacramento. Sabrosa malicia de quien como tal había vivido... aunque no como propiedad del intangible sacramento, sino del "feroz" Bey de Argel..., sin que regidores, guías y principales del país se dieran por enterados.

Ceremonia, desde tiempos de Cervantes, celebrada por todos los regímenes con tantos pompones y forrajeras como involuntario humor. Rito, con niebla meona de incienso y polvo de confites. Permite a mandamases realizar, disfrazados de consolador de desconsolados, su ambición y codicia: meter en vereda a irreverentes y rebeldes reacios a los principios fundamentales de padrinos y alcaides del eterno partido del orden.

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El 9 de enero de 1947, el antiguo régimen, con tupé a la veneciana, sirvióse del mismísimo Manuel de Falla para celebrar la ceremonia. El país en deuda estaba con el músico.

En 1905, había ganado el compositor el derecho a estrenar en el Teatro Real de Madrid su ópera La vida breve. Durante nueve años, jalifas culturales impidieron la representación esgrimiendo variopintas excusas, no siendo la menos estrafalaria y humillante para el músico español la exigencia de la traducción de su obra al italiano.

Falla, hastiado de esta "larga historia de La vida breve", como la definió Guillermo Fernández Shaw, de este "camino de calvario", atravesó los Pirineos y vio al fin su obra triunfalmente representada en París, en enero de 1914.

A'Ia muerte del gaditano, intentó el antiguo régimen atornillarlo con faraónico funeral recorriendo el Atlántico, como armada invencible al fin, desde Buenos Aires a Cádiz. A la postre, al iconoclasta "afrancesado" sin tablado madrileño se lo metieron a los españolitos de a pie, una vez muerto, y como cebada al rabo, en sus bolsillos, en imagen de billete de 100, pesetas. Macanuda ceremonia de recuperación, coartada Y cultural barniz para, a sus anchas y con desparpajo, ningunear y prohibir a rebeldes creadores... como en tiempos de Cervantes.

Doña Leonor Fernández de Torreblanca, abuela paterna de Cervantes, mujer de larga vista, y con ramos de profeta, el 10 de marzo de 1557, en su testamento, dispuso que una parte de su herencia fuera a la Orden de la Trinidad, con. comentario priemonitorio: "Para ayuda a redención de cristianos cautivos en tierra de moros". Cervantes, pollito entonces, no había cumplido 10 años y nadie, salvo su abuela, previó su liberación precisamente por trinitarios en Argel, 23 años más tarde, el 24 de octubre de 1580.

La abuela de Cervantes, a contrapelo se las calzó muy al revés de los rectores del país: con los maravedís de su zamarrico, miró hacia el porvenir. Decidida mujer, cantando claro y sacando los pies de las alforjas con arrojo cuando era menester. Su marido se echó barragana, ella barragano se echó: arremangándose, se compró por 70 ducados un guapísimo esclavo de 15 años y de "color loro" llamado Luis. Con él compartió penas hasta su muerte.

La madre de Cervantes, para rescatar a su hijo, se dirigió a los doctores de Intendencia (un bledo les importaba la suerte de Cervantes en los baños de Argel o la de Cernuda en México Distrito Federal) disfrazada de viuda para entapujar a su impresentable y pusilánime marido. Don Rodrigo de Cervantes, barbero, viviendo con el ombligo encogido cual maestro de ceremonia de recuperación, sirvió. recuperación, sirvió a su hijo de modelo de incendiario de libros.

No se queman libros hoy; utilízase ninguneo pulquérrimo, eficaz y aséptico. Cervantes, en el capítulo VI del Quijote, mostró la ordenanza del auto de fe. Cura y barbero, ardientes censores, vitable ceremonia de recuperación, enalteciendo méritos y bondades de un venerable clásico de 200 años de edad: el Amadis de Gaula; luego, camuflados tras el título de amantes de lo bello, achicharraron al autor subversivo y leído tan sólo a hurtacordel, porque ya figuraba en el índice de libros prohibidos: el novelista de Ciudad Rodrigo y maestro de Cervantes, Feliciano de Silva. Es razón de sinrazón, que a nuestra razón se hace.

Empezó a escribir El Quijote Cervantes a los 55 años en prisión española, "donde toda incomodidad tiene su asiento", tras haber sido perseguido, ultrajado, excomulgado y calumniado. ¿Hubiera encontrado arrestos para componer su genial novela si, protegido por sátrapas, hubiera recibido un Premio Cervantes de literatura? El "quijotismo no es compatible con el éxito", anuncié calzando puntos el poeta Luis Rosales. ,

Al fin y al cabo, con natural injusticia, pamplinero conformismo y ciclópeas ceremonias de recuperación, borregueros y mayorales fomentaron la tranquila rabia de Cervantes, como siempre estimularon rebeldes vocaciones de escritores y artistas heterodoxos y quijotescos.

Si en el siglo XVII existido hubiera el Premio Cervantes de literatura, no hubiera extrañado que lo ganara Alfonso

Fernández de Avellaneda, autor del falso Don Quijote. Cervantes no lo hubiera merecido.

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