Símbolos para el fin de siglo
Vamos a ver, he estado reflexionando 15 días más sobre los muebles urbanos, también llamados chirimbolos, y ya no me cabe duda alguna de que son un espanto. Como decía en un artículo " anterior, el problema frente a estas agresiones físicas, es que nos cuesta un poca reaccionar, porque todavía no tenemos una opinión estética lo suficientemente formada: venimos, de la formica y del skay, y hasta del duralex. Algunos de nosotros, para terminar de arreglar esta ensalada, estamos pasados también por las fallas de Valencia. Durante años, por otra parte, los arquitectos han llenado esta ciudad de barrios espantosos, literalmente espantosos, y la mayoría de las casas en las que vivimos tienen una distribución absurda. Al principio, como careces de una educación arquitectónica, todo te parece bien, pero cuándo llevas unos años viviendo en la misma casa, la duda penetra en tu cerebro. ¿Por qué habrán colocado la bañera en la pared en la que más daño hace? ¿Por qué los radiadores están situados donde más estorban? ¿Por qué los armarios son más grandes que la cocina?.. Y así uno, a base de preguntas, va dejando de creer en los arquitectos y urbanistas, en un proceso semejante a aquel otro por el que se deja de creer en Dios. Y como algunos creen que si el urbanismo no existe todo está perdido, salen a la calle y empiezan a diseñar artefactos horribles. Por cierto, ¿cuánto horror es capaz de soportar la mente humana? ¿Hay realmente límites para el espanto? Parece que no. De hecho, se han plantado estos días 6.700 metros cuadrados de chirimbolos y, vamos a decir la verdad, aquí no ha pasado nada. El horror engendra más horror. Cuando el alma se queda atrapada en ese registro, está perdida. Este se ve muy bien en las creaciones políticas. Hace poco por ejemplo, Felipe González decía que no dimitía "por razones de educación política en un país acostumbrado a la inestabilidad". O sea, que llamaba a esto estabilidad, lo que es un disparate del mismo orden que llamar mueble urbano al chirimbolo. Y Barrionuevo, el aforado,afirmaba que él no lo hacía porque sólo podía adimitir por razones subjetivas u objetivas y no tenía de ninguna de las dos. Vuelvo, por tanto, a preguntarme: ¿Cuánto horror es capaz de soportar el hombre? ¿Qué cantidades de Fraga Iribarne?, ¿Cuántas dosis de un Felipe González en cazadora de mítin? ¿Cuántas porciones de Álvarez del Manzano? ¿Cuántos chirimbolos, en fin? Éste es ya un país de chirimbolos, de chirimbolos ideológicos y chirimbolos lógicos; de chirimbolos urbanísticos y arquitectónicos. Estamos atrapados en la estética del chirimbolo, pero también en su ética. El dura lex era, al lado de esto, diseño catalán.
Así que llevaba usted razón, señor Barranco, en su artículo del martes pasado, aparecido en este mismo espacio: esos muebles roban aceras, quitan perspectivas, constituyen una barrera más para los disminuidos y su colocación sólo tiene sentido en función de la publicidad, es decir, del dinero. Pero, sobre todo, son de plástico, aunque lleven un barniz de metal.
Pero ya están ahí, y con un contrato de 15 años que va a mover unos 15.000 millones de pesetas. Yo todavía tengo la esperanza de que los anunciantes huyan de esos chirimbolos con el mismo gesto de horror que huyen del programa del Isabel Gemio. Si les parece obscena esa clase de sexo, les tienen que horrorizar, por obscenos también, los chirimbolos. O sea, que a lo mejor, finalmente, el mercado nos salva del espanto. De no ser así, señor Álvarez del Manzano, tendrá usted que resignarse a pasar a la historia como el autor de los chirimbolos, del mismo modo que Mitterrand pasará por su próstata faraónica, o Alfonso Guerra por su hermano. Así es la vida.
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