La mar para los peces... y para los 'ingleses'
¿Es que la expansión de los ribereños sobre el espacio marino ha de acabar sólo el día en que, vencida y derrotada, la alta mar pase a la historia? La Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar quiso cristalizar el revisionismo mediante la generalización de zonas de 200 millas bajo jurisdicción exclusiva del ribereño y el sacrificio de los derechos históricos de la pesca de altura. Pero, ¿qué hacer con los caladeros acaballados entre esa zona y la alta mar? Entre la pretensión de los unos por afirmar, su jurisdicción, siquiera residual, y la negativa de los otros a seguir cediendo, se llegó a un compromiso en torno al principio de cooperacion, articulado en su caso mediante organizaciones intergubernamentales. Una de ellas, constituida en 1978, fue la NAFO, que regula la pesca en el. Atlántico Norte.La Convención fue sólo una tregua. Y corta. Apenas se estaba secando su tinta cuando ya los ribereños con pesquerías a las que llamaremos transzonales, para evitar hacer gárgaras con los straddling stocks, volvían a la carga. Para impedir una ruptura, los países pesqueros aceptaron la convocatoria de una Conferencia General de Pesca, actualmente viva; pero no bastó para atajar las acciones unilaterales de quienes trataban de hacerse con el caudal principal de las capturas parapetados en una orquestada actitud conservacionista.
Medidas de conservación
Las primeras leyes de estos Estados afirmaron su competencia para adoptar medidas de conservación y gestión sin prever sanciones por su incumplimiento (Argentina) o disponiendo algunas que en términos generales, podían considerarse dentro de sus prerrogativas, como la prohibición de escala técnica o el desembarque de capturas en sus puertos (Chile, Islandia). Presumiento buena fe, diríase que estos países buscaban un acuerdo genuino con los pesqueros amagando políticas unilaterales caso de no prosperar las negociaciones; o bien, trataban de ampliar su jurisdicción según la fórmula de éxito 20 años atrás: provocación, obstinación y el poder relativo de la mayor proximidad.
Pero la exacerbación de esa política en el caso de Canadá rompe cualesquiera estándares civilizados para entrar en el terreno de los cafres (segunda y tercera acepción). La legislación canadiense de 1994 y sus medidas de aplicación a barcos españoles y portugueses en 1995 suponen una planificada política de fuerza -incluido el uso de las armas- que podrá ser jaleada por los hooligans -aquí el inglés es obligado- de la mar, pero es bochornosa y, sobre todo, absolutamente ilegal en sus principios y en sus métodos. La demanda planteada por España contra Canadá ante la Corte Internacional de Justicia recoge sus violaciones en no menos de 11 epígrafes. Probablemente, para el antiguo dominio británico ya ha pasado la edad de los caballeros que desde Ottawa promovían el respeto de la regla del derecho.
La experiencia de este largo mes demuestra, por lo demás, la nimiedad de la influencia española en la UE en los momentos decisivos. La UE sólo ha frenado el precedente a costa de ceder a la fuerza, ejercida con decisión mientras Europa se iba de vacaciones. El Reino Unido, que hace 20 años pleiteaba a gorrazos en la mar con los islandeses, se despacha apoyando al viejo dominio torticero del que su reina es jefa de Estado. Ya Albión ni siquiera es pérfida. ¿Y los demás? Canadá no habría llegado tan lejos de creer que se enfrentaba realmente con la UE. Pero cuando se transfieren competencias en ámbitos en que el interés común se identifica con el de uno o dos Estados que no son de los grandes, la Unión tiene hechuras de protectorado. Por eso, el acuerdo UE-Canadá es el mejor de los posibles.
Antonio Remiro es catedrático de Derecho Internacional Público en la Universidad Autónoma de Madrid.
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