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El clavo republicano

Que a estas horas largas del año, al alcanzar el centro de un abril agostizo, coincidan la evidencia costera del Viernes Santo y la melancolía de la República, es cosa que, en la mente de Juan Larrea, habría desatado un maremoto de interpretaciones gozosas. Mas, cuando algo nos falta, otro algo nos llega. Por ejemplo, ayer mismo, a la hora de la siesta, me llamó por teléfono el pintor malagueño (con toques brasileños y germánicos) Peinado: "Oye, mira, que soy Paco..." Y venga risas Por si las moscas, yo: "Pero Paco, ¿desde dónde me llamas?' No porque con saber el lugar, claro, fuese a sacar provecho alguno, sino por ejercer a deshora el evangélico tonillo. Y él, que está a lo que está, respondía: "¡Pues desde Málaga!" Ciudad en la que un catedrático se emperraba en negarle al dramatrugo Miguel Romero Esteo que pudiera hablar de sí mismo, ignorando (precisamente él) que toda creación nos es ajena. Con no escasa razón, volvió a darle la risa a Peinado; sin embargo, terminó por abrirse a lo esencial: "Como estamos en Semana Santa, yo llamo a los amigos para que se alegren". Después me preguntó, a bocajarro, que si yo no había visto la otra noche, por la segunda tele, "una película muy antigua, que se titulaba La palabra". Todavía conservaba el suspiro: "Hostias, ¡qué luz!" Pero Peinado necesitó de nuevas carcajadas para luego anunciarme que ahora estaba pintando clavos. ¿Clavos? Ni el menor titubeo: "Sí, sí, clavos; de los de clavar y desclavar". Entonces supe que estos santos días iban a ser muy prodigos en coincidencias.No había pasado media hora desde la llamada de Peinado, cuando me llegó la noticia de que acababa de fallecer un buen amigo, un hombre bueno: el taxista salmantino Manuel Miranda. Él y su hermano, Boni, acostumbraban a turnarse antaño para llevar a Enrique Tierno Galván desde la librería Cervantes a la Universidad de Salamanca. Cierta vez se les quejó: "Vuestro amigo no cree en lo mío". Así ha sido. Yo, en cambio, a quien creía era al padre de Boni y Manolo, apodado El Caracolero, natural de Pereña, oyente fiel de Radio Pirenaica, perseguido por rojo y dueño de un decir un tanto portugués. Una tarde de verano, con ayuda de un manual de tapas anaranjadas y con algunos ejemplos palpables, que iba sacando de una cajita de madera, se dedicó a enseñarme las muchas y sutiles diferencias entre unos clavos y otros: de medía chilla, de ala de mosca de gota de sebo, de a ochavo... Todo, con tal de entretenerme para que yo no fuera a ver una película, El clavo, que a él le daba en la nariz que iba a ser boba beatería franquista.En El Cristo de Velázquez, "este cuadro español / el más desnudo auto sacramental", Unamuno no se detiene a menudo en los clavos: en esos "cuatro clavos / manejando los remos de la cruz!" Los pies, "garrapiñados con la gruesa sangre / que los clavos sacaron". Pero la bronca reflexiva de don Miguel subraya las dos artes (forja y carpintería) que allí coinciden para lograr la obra de arte más radical: con tricornio o sin él, "es arte el crimen". Ve que el crucificado acaba sobre la misma materia que pulió: madera. Y a esa cruz ("cama de boda, agüero") se adhieren esos "cuatro colmillos de la Muerte / que forjó Tubalcain el cainita / con el arte inventado en la mazorca / primitiva de hogares estadizos / que alzó en tierra". Tubalcain o Tubalcaín: el artista que dio con el clavo. E incluso con su imagen desesperada, que Roberto Juarroz, recién ido, veía en las palabras, en esas palabras que levantan a otras palabras hasta el viento "como clavos ardiendo en el asombro".

Felicidad, al término, por no dar en más clavo que en el recuerdo de María Zambrano. Ella me hablaba en ocasionees, de otro tipo de clavo: el vivido, pero no catalogado por El Caracolero; el que acaso vislumbre Peinado; el exento del arte de ayudar a matar. Era, evocado a la sombra de una sonrisa melancólica, con frecuencia entre toses, "el bendito clavo republicano". No representaba la amenaza de lo que tiene objeto o lo es. Era más enigmático. Y era el decoro de un sentir: "Aquel clavo lo era por el puro placer de ser, para saberse siempre disponible y siempre desclavado. No quería afirmarse en el dolor de acabar siendo. No deseaba fijar todo aquello que ha de vivir sin sujeción, al amparo tan sólo de la frágil y movediza libertad".

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