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La UE y el anticiclón de las Azores

La campaña electoral hacia la que nos precipitamos se anuncia, como casi todas, sucia y disparatada.Contra la suciedad, muy acentuada entre nosotros, poco cabe hacer. Mientras nuestros conciudadanos sigan riendo las gracias de los políticos que "meten caña" y utilizan el insulto o la insidia como instrumento habitual en el debate político, aquéllos seguirán haciendo lo uno y lo otro en la esperanza de que tras las risas vengan los votos. Algo más prometedora es, quisiera creer, la lucha contra el disparate, en la que no hay necesidad de apelar a elementos como el buen gusto o la decencia, sin valor alguno en el mercado, sino simplemente al cálculo racional conforme a fines, es decir, a la conveniencia del elector.

El disparate, que se da en todas las elecciones y no sólo en las municipales, reviste naturalmente formas muy diversas. La más grave y generalizada es, sin embargo, a mi juicio, la que re sulta de la discordancia radical entre la naturaleza y la función de los puestos a cubrir, de una parte, y de la otra, los temas acerca de los que se debate, cuando se debate, y el bien que de las elecciones se espera o se dice esperar. La discordancia es especialmente notoria en las elecciones municipales, en las que también ha de juzgarse más grave si se acepta la opinión de quienes sostienen que, en las democracias de partidos, la Administración, y especialmente la Administración municipal, ha de quedar al margen de las luchas partidistas.

No se trata, sin embargo, de un fenómeno exclusivamente español. En Italia, por ejemplo, lo que realmente se espera de las elecciones municipales -que habrán de celebrarse más o menos al mismo tiempo que las nuestras- no es el remedio o la mitigación de los males de las ciudades, sino, como de las nuestras, la decisión sobre la fecha de las próximas elecciones generales. Ni es tampoco un rasgo peculiar de las elecciones municipales (en el supuesto de que en la Europa integrada haya alguna que no lo lea, pero ésta es otra historia). También en las generales nuestros políticos siguen escuchando, hablando y haciendo promesas como si todavía estuviera en sus manos satisfacer las demandas que los ciudadanos presentan, cosa que, en la mayor parte de los casos, ha dejado de ser verdad; especialmente en materia de política económica, que es la que más suele importar y la que condiciona todas las demás.

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Nuestra política económica es ya, en todo lo esencial, política europea, es decir, nuestra sólo en parte, y escapa en consecuencia (a juicio de muchos, por fortuna) a la libre decisión de nuestros políticos. No se trata de que hayamos renunciado, en favor de Europa, a una libertad que antes teníamos, pues no teníamos, si acaso, más que una ilusión de libertad. Como ha puesto claramente de relieve el episodio de la pesca en aguas de Terranova, la Unión Europea no defiende nuestros intereses con el mismo vigor con el que lo haríamos nosotros (o con el que utiliza Canadá en defensa de los suyos) si tuviéramos fuerza para ello, pero esta integración de nuestras debilidades es la única vía que se nos ofrece a los europeos.

Para aprovechar todas sus posibilidades, los españoles tropezamos, sin embargo, con un obstáculo que otros no encuentran en su camino. Como también el episodio de Terranova ha evidenciado, para no pocos europeos es dudoso que nosotros lo seamos. En este caso han sido los británicos, pero no es difícil imaginar que en situaciones análogas se producirían en otros países reacciones análogas. Nos guste o no, salvo en el caso de las enemistades históricas (por lo demás, afortunadamente, en trance de desaparecer como ha demostrado la reciente decisión del Bundesbank), los europeos que viven al norte de los Pirineos se sienten más solidarios entre sí (y a veces también más solidarios de otras gentes de fuera de Europa) que de nosotros. Por supuesto que en este caso esa reacción digamos crítica frente a España se ha producido sólo en sectores escasamente ilustrados y ha sido atizada por la prensa llamada popular y que verosímilmente serían también reacciones muy populacheras las que se producirían en los casos de nuestra hipótesis. El hecho de que sean deleznables intelectual y hasta moralmente no les resta, sin embargo, importancia política. En cierto sentido incluso las agrava, porque quienes así reaccionan son escasamente sensibles a las argumentaciones culturales o históricas. Me temo que a los lectores del Daily Mirror les trae completamente sin cuidado el que fuese un obispo de Badajoz (o quizá de Évora, porque la cosa no es segura y no quiero parecer chovinista) quien por vez primera utilizó, en el siglo VIII, el término europeos. Y no les falta razón, porque no estoy yo muy seguro de que el bendito obispo se considerara a sí mismo como uno de esos europenses que, tras destrozar a los árabes y arramplar con el botín que pudieron, "volvieron a sus países". Entre otras cosas, porque era en país de. árabes en donde el obispo vivía.

Somos, sin duda, europeos, y en la Unión Europea hemos de estar, pero somos unos europeos singulares. Estamos unidos con los demás por la geografía y por la historia, pero nos separa de ellos la meteorología. No son los Pirineos, sino el anticiclón de las Azores, la causa de nuestra singularidad. En él se encuentra, me parece, el principal condicionante de nuestra historia económica y es, por tanto, vano hacer nada sin contar con su existencia. No podemos olvidarlo, sobre todo al definir nuestra postura en el seno de la Unión, en la que sólo lograremos integrarnos plenamente si superamos la distancia espiritual y material que él ha creado. ' -

La mejor manera de tenerlo presente sería, desde luego, la de pedir a la Unión que nos ayudara a eliminarlo, o al menos, ya que eso no es posible, a eliminar la peor de sus consecuencias, acometiendo sin demora un trasvase Mosa-Tajo que librase a España de la sequía y a Holanda de las inundaciones.

Pero eso es seguramente pura fantasía. Quedémonos en el terreno de la dura y seca realidad, pero abramos en serio un debate sobre el modo español de ser europeos. Sobre lo que habrá de significar para nuestra integración la necesidad en la que los Gobiernos de España se encontrarán siempre, de ser socialdemócratas, en el plano europeo; de anteponer siempre las urgencias de la redistribución a las necesidades de la producción.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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