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El deseo moral de morir

Víctor Gómez Pin

En su reciente encíclica, Evangelium vitae, el papa Juan Pablo II anatematiza lo que califica de "cultura de la muerte", concretizada, a su juicio, en la fecundación artificial y en la interrupción del embarazo; pero asimismo en la eutanasia, identificada en la acción que "por su naturaleza y en la intención causa la muerte para evitar el dolor". En consecuencia, la encíclica critica un sistema de valores que desarmaría a los ciudadanos para enfrentarse al dolor al no asignar a éste sentido positivo alguno.Cabría estar de acuerdo con tales acentos trágicos si el documento efectuara una crítica cabal de los dispositivos sociales que determinan tal sistema de valores. Ciertas culturas, asumiendo en el orden cotidiano la presencia de la muerte, facilitan en los que se confrontan a ella imágenes de adecuación al orden natural y al ciclo integrado de las generaciones. En ellas quizá el dolor subjetivo pueda ser portador de sentido. Mas la jerarquía vaticana no ignora que en nuestras sociedades la sombra de la muerte es fóbicamente repudiada de los hogares. No ignora que el anciano es catalogado mediante corte vertical en el ciclo de las generaciones, arrancado al entorno en el que la vida se contrasta y la colectividad se renueva, homologado con otros sometidos a idéntico proceso y aparcado junto a éstos en uno de esos subterráneos del alma que son los geriátricos o las llamadas residencias de la tercera edad. ¿Cómo, sin sarcasmo, pedir a alguien que en tales circunstancias vea en el dolor provocado por eventual enfermedad una fuente de sentido?

Pero el problema del sentido del dolor no se limita a los casos de astenia provocada por la vejez y agravada por el abandono. La prensa se hace periódicamente eco de la disparatada situación de un enfermo irreversible que, víctima de un accidente, subsiste desde hace lustros literalmente pegado a su lecho y en condiciones que no le parecen compatibles con una existencia humana digna de tal nombre. Los que le preservan a la fuerza en vida juzgarán que este hombre es excesivamente pesimista. Al respecto cabe simplemente recordar que no somos ángeles, que nuestro espíritu está intrínsecamente encarnado y que tan ilusorio es para un humano pretender hacer abstracción de lo físico como identificarse a la mera animalidad. El que así clama por que se le deje morir está haciendo un acto de afirmación respecto a la nobleza de la vida humana, que se niega a subordinar a un imperativo pretendidamente moral de subsistencia contradictorio en sus términos, pues una de dos: o se trata de animalidad, y entonces se subsiste por instinto, no habiendo imperativo que valga, o se trata de humanidad, y en ese caso sí hay imperativos, pero precisamente como expresión de que ha dejado de contar el mero subsistir.

La intervención exterior a fin de que la propia vida sea a toda costa conservada es tanto Más escandalosa cuanto que ni siquiera homologa a los presuntos suicidas respecto a la posibilidad real del paso al acto. Pues no se da objetiva igualdad ante la ley por lo que al recurso a la eutanasia se refiere. Supongamos que una persona inmóvil por enfermedad irreversible en su lecho hospitalario consiguiera (por la intercesión de un amigo o incluso de un médico piadoso) un tubo de barbitúricos de radical eficacia. ¿Quedaría en ese momento en igualdad de condiciones con aquel que, disponiendo de idéntico fármaco y libre de sus movimientos, pudiese elegir entre la ingestión o el precipicio? Por supuesto que no. Pues, como bien saben los psiquiatras y los psicoanalistas, entre las razones explicativas del comportamiento humano cuentan las fobias. Así, aquel que proyecta con relativa serenidad el abismarse en un precipicio puede retroceder ante la sola idea de pasar unos minutos de conciencia plena de haber procedido al gesto irreversible (o viceversa). La igualdad en la prohibición de la eutanasia y la condena moral del suicidio sólo se daría, pues, en la hipótesis de que el legislador contemplara todas y cada una de las formas bajo las cuales la propia muerte es susceptible de ser imaginada, archivara relativamente a cada individuo las representaciones que resultan tolerables frente a las generadoras de fobia y organizara en función de ello el dispositivo previsor o represor. Cosa ciertamente imposible.

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Una cosa es la canallada (tan frecuente objetivamente en nuestra sociedad) consistente en empujar al débil a la muerte y otra muy diferente es dejarle morir en paz, no impedirle el poner fin a una situación en 1,a que el bien sólo es ajeno y la propia razón ya no participa de fiesta ni enriquecimiento alguno. Pues se ama la vida humana y no meramente la vida; de ahí que se dé un deseo moral de morir en la certeza de la miseria física y de la merma intelectiva, un deseo moral de morir antes que vivir sin decoro.

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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