La cumbre de Berlín
ES, SIN duda, decepcionante el resultado de la reunión de Berlín sobre el cambio climático, cuya celebración fue decidida en el transcurso de la cumbre de Río, en 1992. No ha sido posible llegar a ningún compromiso de reducción concreta en la emisión de gases que provocan el efecto invernadero, entre ellos el metano, subproducto de explotaciones agrícolas y ganaderas extendidas en los países menos desarrollados, y especialmente el dióxido de carbono, emitido por procesos de combustión en industrias y plantas de producción de energía. Ni siquiera en las modestas proporciones manejadas antes de la reunión como objetivo a alcanzar: la reducción en el año 2000 de las emisiones de dióxido de carbono al nivel de 1990.Y es que un objetivo como ése es ciertamente modesto, pero, al tiempo, muy difícil de conseguir. Es modesto, porque si el cambio climático se está iniciando ya -cosa de la que los científicos no están aún seguros, aunque haya indicios que lo hacen plausible-, una reducción como la planteada apenas mejorará la situación ni reducirá las amenazas. Como mucho evitará que empeore demasiado. Y es muy difícil, porque supone modificar hábitos muy arraigados en el consumo de energía, especialmente de la energía originada por combustibles fósiles, gas, carbón y petróleo (un 85% del total), y tiene enormes repercusiones económicas, sociales y culturales.
Eso en el caso de los países ricos, porque no se ve cómo podría reducirse significativamente el consumo de energía, ya de por sí bajo, de la mayor parte de los países pobres, es decir, de la mayor parte de la población. Ello obliga a un esfuerzo también especialmente dificil para establecer cuotas de reducción de emisiones en función de la situación de cada país, de forma que reduzcan más quienes más contaminan y más han contaminado históricamente, y queden, en cambio, márgenes para los países menos desarrollados.
Para los países industrializados, el ahorro y el rigor en el consumo de energía son la receta básica. Además, es preciso diversificar las fuentes de energía, en especial las que no contribuyan al efecto invernadero. Pero el debate energético en la sociedad sólo será fructífero si huye de simplismos y de soluciones milagrosas que no existen. Piénsese, por ejemplo, que las escasas medidas a corto plazo imaginadas hasta ahora son de tipo fiscal, con aumentos del precio de la energía para disuadir del consumo.
Ya que no ha sido posible llegar a acuerdos concretos en Berlín, sería de la mayor importancia que se aprovechara el impulso de la discusión abierta para crear un órgano permanente de asesoramiento científico internacional, cuya misión sería evaluar las evidencias que se vayan produciendo en el campo de la investigación sobre el propio cambio climático, y asesorar sobre posibles medidas a tomar. Y si se ha perdido ahora una ocasión, convendría que en un plazo del orden de dos años, con más datos sobre la mesa, se tomen medidas más ambiciosas y mejor estudiadas que las que ahora no se han podido tomar.
Es evidente que hay enormes intereses económicos en juego, una potente industria energética que tiende a que la situación no cambie demasiado y la presión de los países productores de combustibles, factores que influyen en el desarrollo del debate. Pero hay también una opinión pública que tiende a pensar que el problema está siempre en los demás. Es fácil escandalizarse por la incapacidad de los Gobiernos para tomar medidas en este tipo de cuestiones, o achacar a otros falta de sensibilidad medioambiental y, al tiempo, protestar por el precio de la gasolina, utilizar el vehículo privado para todo desplazamiento y solicitar siempre más cachivaches y obras, sin importar cuánta energía requieran. Porque en el fondo, parte muy sustancial del problema está en la responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos.
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