Ritos de Cuaresma
En un conocido libro del antropólogo Marvin Harris que lleva por título Vacas, cerdos, guerras y brujas, el autor, con el considerable mérito de un estilo ameno y un análisis perspicaz, establece una clasificación de ciertas comunidades humanas en dos grandes grupos alimenticios: los porcófobos y los porcófilos. Son porcófobos aquellos que detestan la carne de cerdo y porcófilos quienes ven en el cerdo una fuente de riqueza y de felicidad. Son porcófobos aquellos para quienes el cerdo es un animal inmundo y porcófilos aquellos para quienes existe una relación directa entre el éxito en la cría del cerdo y el poderío militar de su comunidad. Hay que reconocer que no por sencilla la clasificación deja de ser seductora. Entre sus más benevolentes colegas, Marvin Harris goza de una reputación de antropólogo reduccionista por su tendencia a juzgar las más descabelladas costumbres del ser humano como resultado de la lucha por las proteínas. Quizá los rivales y colegas del antropólogo de las proteínas tengan razón. Es posible que así sea, y carezco de capacidad para juzgarlo. Según tengo entendido, la comunidad científica de los antropólogos encubre las mismas tensiones, conflictos y rivalidades que se registran en el ámbito circense del psicoanálisis. Sin embargo, Vacas, cerdos, guerras y brujas es de por sí un título arrollador que procura cierta gimnasia labial con sólo pronunciarlo. Vacas, cerdos, guerras, etcétera, es una suerte de mantra tibetano cuya repetición implica alguna extraña forma de conocimiento. Vacas, cerdos, etcétera, es una sorprendente síntesis social en áreas exóticas del planeta. Cierto que nadie lee un libro por las imprecaciones del título, pero el Vacas de Marvin Harris es, sin duda, un clásico de la divulgación antropológica reduccionista actual.Yo, ciertamente, no creo que ritos y tabúes se reduzcan a un asunto de proteínas, y me siento más inclinado a saborear aquellas descripciones que incluyen la estética como un valor autónomo y el misterio como parte integrante de la vida de cualquier comunidad. "Hay cosas bajo la bóveda celeste que no puede explicar toda tu ciencia", dice aproximadamente Hamlet en algún lugar de Hamlet. Pero hay un misterio de la cultura occidental que me gustaría ver descifrado con la minuciosidad habitual de los antropólogos, y ese misterio se despliega ante nuestros ojos con especial esmero en tiempo de Cuaresma para culminar en Semana Santa. Planteada de una forma elemental, mi pregunta es la siguiente: ¿por qué nuestra cultura venera a un hombre torturado? ¿Por qué en una cultura que valora extremadamente el bienestar los labios de hombres, mujeres y niños acuden a besar a un hombre que se retuerce de dolor en una cruz? Comprendo que un lienzo de san Bartolomé, que murió despellejado, presida el despacho de un banquero, puesto que despellejar a sus clientes es su oficio simbólico. Pero ¿por qué nuestra cultura rinde culto al sufrimiento cuando persigue la comodidad?
Habituados a los pulcros jardincitos de guijarros de sus templos taoístas, los turistas japoneses se estremecen de horror cuando visitan nuestros templos. Fotografían sin cesar las atormentadas imágenes que veneramos, cubiertas de cuajarones de sangre, exhibiendo la precisión anatómica de sus llagas, enarbolando como si fuera un electrodoméstico el instrumento que santificó su tortura. Los turistas japoneses se llevan a su país las increíbles pruebas de un culto bárbaro diametralmente opuesto a la estética impoluta del Zen porque de otro modo sus compatriotas no prestarían crédito a sus palabras al regreso de su viaje. Los verdugos orientales alcanzaron gran reputación por su concienzuda habilidad en las técnicas del sufrimiento, pero los templos taoístas ofrecen la intemporal y pasiva serenidad de los apartamentos desvalijados. El catolicismo ha elaborado a su modo un ritual de sacrificios humanos. Y cuando después de las procesiones vuelven las carrozas cargadas de riquezas y dolor a nuestros templos, los turistas japoneses, hartos de fotografiar nazarenos, ven en su recorrido un sincretismo religioso entre el culto a la muerte y la afición tan española de salir a pasear. Relacionarán los cuchillos de la Mater Dolorosa con la fiesta de los toros, y lo cierto es que existen oscuras semblanzas. Nuestras costumbres valoran lo patético. Y mi pregunta al antropólogo de las proteínas sería la siguiente: si un pueblo santifica el museo de los horrores, ¿por qué será?
A finales del siglo XIV, Galeazzo Visconti, señor de Milán, inventó sobre ciertos condenados de la justicia la Cuaresma Satánica. Los nueve primeros días, interrumpidos por uno de descanso, la víctima era azotada. Del día 10 al 13 se le daba a beber una mezcla de cal y vinagre. El día 14 se le arrancaba una tira de piel de la espalda. El día 15 se le despellejaba el pie izquierdo. El 16 se le despellejaba el derecho. El día 20 se le sacaba un ojo. El día 21 se le sacaba el otro. Los tres días siguientes el paciente los pasaba en el potro. Y así sucesivamente hasta que su cuerpo agonizante era paseado por Milán. No se sabe de nadie que sobreviviera con parecido trato más allá de Viernes Santo. Galeazzo Visconti, antepasado del Visconti que todos conocemos, fundó la cartuja de Pavía, suministró fondos a la universidad de la misma ciudad, fue un mecenas generoso y dio un nuevo impulso a los estudios de derecho civil y derecho canónico. Y concluye Alberto Savinio, de quien tomo estos datos, que el amor a la ciencia no es incompatible con la crueldad. Sin duda la invención de la Cuaresma Satánica induce a enviar a Galeazzo Visconti a los psiquiatras de la historia antes que a convertirle en informador de ningún antropólogo. Sin embargo, mi pregunta del párrafo anterior se complementa con la siguiente: ¿por qué un organismo social que practica y exhibe la tortura judicial venera en sus templos al hombre torturado? ¿Por qué España, que se atribuye no sin jactancia al toro como animal totémico, convierte todos los domingos en objeto de engaño y sufrimiento al mismo animal? ¿Existe una antropología, reduccionista o no, de la crueldad?
Con ello nos encontramos muy lejos del territorio que se reparten porcófobos y porcófilos, y me temo que muy lejos también de la antropología de las proteínas. La tortura y la crueldad en nuestros días se satisfacen de una manera vicaria en las pantallas de cine. Un condenado a la Cuaresma Satánica podía ser contemplado por una media de 5.000 a 10.000 personas apiñadas en las calles de Milán. El bajo coste de la destrucción y la tortura filmada respecto al número de espectadores han convertido al cine en el vehículo de difusión privilegiado de la crueldad laica. En España conservamos el rito religioso de la crueldad exhibida en procesiones. ¿Pero por qué Occidente, en vez de oír chirriar cuerdas y resonar martillos, paladea tan dulcísimas melodías en La Pasión según san Mateo de J. S. Bach?
Manuel de Lopees escritor.
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