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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Clinton, en Moscú

A PESAR de la presión de los sectores republicanos duros, Clinton ha decidido asistir el 9 de mayo a las ceremonias de Moscú que conmemorarán la victoria de 1945 contra la dictadura hitleriana. Se trata de una decisión que, situada en su marco histórico, es indiscutible. Nadie puede poner en duda el papel que la antigua URSS desempeñó en la Segunda Guerra Mundial ni los sacrificios terribles que sufrió. La ausencia de los líderes de los países de la coalición antihitleriana -y sobre todo de EE UU-, hubiese dado la sensación de que prevalece en Occidente la tendencia a aislar a Rusia. Precisamente lo contrario del mensaje que conviene trasladar a Moscú en un momento en que se anuncian serias discrepancias diplomáticas entre Rusia y Estados Unidos. Pero una cosa es Rusia, y su papel en la historia, y otra muy distinta la política que Borís Yeltsin está aplicando en estos momentos. Si los actos se concentran en el recuerdo de los que combatieron contra Hitler, ello mejorará el clima para las otras conversaciones. De momento, no han dado fruto los esfuerzos que se han hecho para preparar un encuentro fructífero, con resultados concretos, entre Clinton y Yeltsin.

Las discusiones en Ginebra del secretario de Estado Christopher y del ministro ruso Kózirev han puesto de relieve desacuerdos que no parecen resolubles en plazo breve. Está la agresión de Rusia a Chechenia. Aunque en mayo la ocupación de las ciudades estará probablemente terminada, no se puede borrar la brutalidad del empleo de las armas en un conflicto de esa naturaleza. Yeltsin deberá recibir de sus huéspedes un reflejo fiel de la indignación de los pueblos occidentales. Es más: de la imposibilidad de mejorar las relaciones si Rusia sigue por ese camino.

Otro problema es la pretensión de Rusia de disponer de una especie de veto sobre el ingreso en la OTAN de países que han sido satélites suyos en la etapa comunista. Si tal pretensión es intolerable, ello no debe evitar que Rusia, fuera de la OTAN, pueda mantener unas relaciones estrechas sobre temas de seguridad mediante un tratado especial, como propuso Brzezinski, antiguo consejero de Carter. Rusia tiene problemas de seguridad en sus inmensas fronteras, que debe abordar por métodos políticos, y su participación es conveniente en los problemas que interesan al continente en su conjunto. Es una experiencia nueva que se trata de poner en marcha con el respeto a la independencia de todos los países.

Dentro del tema, tan decisivo para todos, de la no proliferación nuclear, EE UU tiene graves sospechas de que ciertas ventas de Rusia a Irán puedan ayudar a este país a construir armas nucleares. Sin embargo, los datos aportados por Washington no son convincentes. Los reactores que Rusia piensa vender a Irán son del mismo tipo que los que EE UU se ha comprometido a suministrar a Corea del Norte, que no permiten una utilización con fines militares. Lo lógico sería que un conflicto de este género fuera resuelto con la ayuda de la agencia de Viena encargada de velar por la no proliferación nuclear.

En todo caso, como ha dicho Kózirev, la luna de miel se ha terminado; una actitud más clara de EE UU, sin el excesivo personalismo de etapas anteriores, puede ser positiva para la vida internacional y para la propia Rusia.

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