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Pepe Tudela vuelve al recuerdo

A veces nos encontramos en la vida con una de esas almas sencillas, valiosas, conscientes de sus límites, pero sabiendo dar lo mejor de sí mismas. Son personas modestas pero no vulgares, cuya superioridad moral estriba en ser lo que son y nada más, y saber estar en su sitio, abiertas a la superioridad de los demás, cuando ésta se manifiesta con claridad.Una de esas personas fue mi muy querido José Tudela de la Orden, nacido en Soria en 1890 y muerto en Madrid en 1973. Este soriano ilustre, conocedor como nadie de su hermosa y lírica región, fue gran amigo de mi padre, a quien guardó constante entrega y devoción. Tuve yo la suerte de heredar desde muy joven esa amistad, al tiempo que el entusiasmo paterno por Soria y sus gentes.

La popularidad de Tudela trascendió fuera de las numerosas tertulias que frecuentaba, al publicar mi padre en 1921, en el tomo IV de El Espectador, un artículo que tituló Pepe Tudela vuelve a la Mesta. "Es Pepe Tudela", decía, "un muchacho soriano, que vino a Madrid para estudiar carrera, hizo luego oposiciones al cuerpo de archiveros, y habiendo triunfado en ellas, se reintegró a la provincia matemal como jefe del Archivo de Hacienda". "Yo siempre había estimado", añadía, "su gesto sencillo y discreto, su culto delicado a las cosas excelentes y una como sanidad moral que emana de su persona". Y es justamente en una excursión con mi padre a Numancia cuando el experto cicerone de "aquel cadáver milenario" le anuncia su vuelta al campo. "He arrendado una dehesa y el mes que viene, para comenzar, echo 100 cabezas de ganado. Acaso no sospecha usted lo que esto significa para mi. Es haber hallado la calma moral y un centro de segura gravitación de mi existencia... al tomar a esta gleba mía, a la pequeña ciudad canipesina". Era una dehesa en las antiguas tierras de la Mesta, en la sierra de Oncala, cuna también de los Ridruejo, "cuyos pueblecitos", diría uno de los más nobles portadores de ese apellido, Dionisio Ridruejo, "de canto pelado, esparcidos en un paisaje desnudo, de pasto ralo, que alegran unos pocos chopos y unos raros, perdidos, matorrales de robles" parece -añado yo- que han dado a los sorianos esa tenacidad y anchura de alma que, en general, les caracteriza. Alguna lectora de aquel artículo paterno, muy femenina, esto es, admiradora del sexo opuesto, se imaginó al personaje como un atractivo ganadero a lomos de su corcel. Pero Tudela, magro y escueto como el propio paisaje soriano, aunque varón cabal, no estudiaba para conquistador, y aquella dama, después de conocerle, increpó a mi padre diciéndole: "Ortega, es usted un canalla; me ha hecho enamorarme de una figura que se me ha disipado al conocerla". Gerardo Diego, compañero de tertulias veraniegas en La Dehesa de Soria, con Tudela, Mariano Granados, el magistrado Blas Taracena, el arqueólogo y el gran poeta -y también arqueólogo- Juan Larrea, sería el que mejor describió a nuestro amigo en uno de los retratos de sus Cuadernos sorianos, al decir: "Bermeja y satinada le ardía la mejilla del color que la piedra toma al sol de Castilla". Pero la experiencia ganadera acabó en fracaso y Tudela volvería a sus quehaceres de archivero y bibliotecario.

Aunque Santa Teresa y Bécquer dejaron huella en Soria, entra ésta de pleno en la poesía española con Antonio Machado. El poeta sevillano llegó a la ciudad del Duero en 1907 como catedrático de francés de su instituto; allí descubriría su amor por Leonor, una vecina quinceañera con la que casaría en 1910. Marchó el matrimonio a París, donde Machado iba pensionado, pero hubieron de volver a Soria al verano siguiente, muy grave ella de una enfermedad que la llevaría a la tumba dos veranos después. Heliodoro Carpintero ha narrado de modo ejemplar las venturas y desventuras de Machado en Soria, que abandonaría a los pocos días de la muerte de Leonor. Mas han quedado sus versos inmortales: "¡Álamos del amor, que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas; álamos que seréis mañana liras del viento perfumado en primavera; álamos del amor cerca del agua que corre, y pasa, y suena; álamos de las márgenes del Duero, conmigo vais, mi corazón os lleva!". Tudela conocería a Machado en Segovia, donde ambos coincidieron por sus respectivas profesiones, y sería Tudela quien le ayudaría a encontrar el modesto pupilaje donde vivió el poeta hasta la guerra civil.

No fue fácil la iniciación a la vida de Tudela. Su madre murió al nacerle y su padre, abrumado de tristeza y soledad, siete meses después. La ayuda del tío Ramón de la Orden le permitiría llegar a la Universidad Central. Liberal de fondo y de forma, perteneció a la Agrupación al Servicio de la República que fundaran Marañón, Pérez de Ayala y mi padre. Hizo gran campaña en su tierra a favor de la República en las elecciones de 1931 y, junto al magistrado Mariano Granados, proclamó la República en Soria el mismo día 14 de abril. Durante los años sensatos de aquella esperanza española trabajó en asuntos de reforma agraria, pero de nada le servirían sus méritos republicanos, porque, al poco tiempo de estallar la guerra civil, unos incontrolados milicianos le metieron en la cárcel de Fomento, de tan mala memoria para muchos. Felizmente, un muchacho de Almazán, asombrado de ver entre rejas a su admirado don José, por propia iniciativa lo sacó de aquella prisión. Su amigo Aurelio Viñas, que dirigía en París el Institut Hispanique, consiguió llevárselo a Francia, donde pasó tres años de exilio, dando clases de español en un liceo de Burdeos. La vuelta al Madrid nacional, al terminarse la contienda, no fue tampoco fácil, pues su fama de liberal no gustaba en aquellas inclemencias: la depuración política y las malas artes de algunos que tenía por amigos retrasaron su reingreso en su puesto profesional Tudela se fue dedicando cada vez más a los temas hispanoamericanos, que lo llevaron en 1949 a ser nombrado subdirector del Museo de América, que entonces empezó a existir, y donde publicaría una docta edición de un códice azteca que lleva su nombre. Yo recomiendo la lectura de una deliciosa nota que publicó en El Correo Erudito de cómo los indios esperaban y mataban a los caimanes "recibiendo" y de cómo los españoles alanceaban a caballo y a pie ensogaban y "toreaban" a los bisontes o cíbolas.

Pero mi más emocionado recuerdo de Tudela está asociado a Soria, la capital y su provincia, vigilada por los dos grandes picos de Urbión y de Moncayo. De tanto lugar apasionante con que cuenta esa región, y que me hizo visitar sabiamente, yo recordaré siempre tres: la laguna negra, una laguna glaciar llena de leyendas, pues hasta se aseguraba que sus aguas se comunicaban con el mar; Calatañazor, un pueblo ya sin nadie, donde se yergue aún, al pie de la torre ya mendiga del castillo, el rollo de piedra, testimonio de que fue villa donde se administraba justicia, y Medinaceli, donde dice la historia que falleció Almanzor, el gran halcón musulmán.

Viene hoy Tudela a la actualidad por la hermosa edición que ha publicado recientemente el Instituto de Cooperación Iberoamericana de una inédita Historia de la ganadería hispanoamericana, que estaba rematando Tudela cuando le llegó la muerte. Sus antiguos discípulos y su hija Inés, con amor y competencia, la han llevado a puerto. Y es curiosa su demostración de que la experiencia de la Mesta soriana sirvió para mover los ganados en las tierras mágicas del otro lado del océano. Mire el lector por dónde, Pepe Tudela vuelve de nuevo a la Mesta.

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