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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Papa y la vida

EL PAPA Juan Pablo II ha denominado a su nueva encíclica "El evangelio de la vida". Noble título, difícil de contestar. No así, por desgracia, su contenido. Una vez más, el actual Pontífice parece empeñado en demostrar las graves dificultades que tiene para entender y aceptar que su papel. en la sociedad moderna se limita a la dirección moral y espiritual de aquellos que libremente eligen formar. parte de su Iglesia. Y que no tiene forma posible de recuperar atribuciones que antecesores suyos -hace, eso sí, bastante tiempo- consideraron propias, como el dictado sobre el poder político y legislativo.El Papa hace una profunda y respetable reflexión sobre la necesidad de defender la vida y sobre las amenazas que se ciernen sobre ella. Pero cuando se traslada de manera férrea ese compromiso con la vida a los estados embrionarios de la misma, resulta doblemente paradójico que al mismo tiempo refrende en ciertos casos la pena de muerte. Quien se erige en defensor de la vida humana -cualquier que sea su estadio-, en nombre de la llamada ley natural y de una supuesta moral objetiva, se muestra comprensivo con que el Estado la quite fríamente, por vía penal, a quien considere merecedor de esa medida por conducta antisocial. Es cierto qué en la tradición de la Iglesia católica, favorable a la pena de muerte, la postura de la encíclica representa un tímido avance y reconoce la tendencia progresiva a su limitación e incluso a su abolición. Recomienda así que no se elimine al reo "salvo en casos de absoluta necesidad". Es de agradecer tal salvedad, pero la defensa integral de la vida queda en cierta medida descalificada al admitir que pueda privarse de ella a seres humanos plenamente desarrollados.

La insistencia papal en condenar los métodos anticonceptivos, en nombre de la vida, también está marcada por las contradicciones y la incomprensión de las realidades de este mundo. En el fondo coloca a los propios fieles de su Iglesia ante una permanente contradicción, ya qué todos los estudios sociológicos vienen a demostrar que muchos católicos ni quieren ni pueden abstenerse de esos métodos. La eliminación de los anticonceptivos agravaría, por lo demás, los ya gravísimos problemas de superpoblación que padecen sobre todo las sociedades menos desarrolladas. ¿Se defiende mejor la vida impidiendo la procreación de seres humanos que morirán antes de los ' cinco anos o procreándolos para la estadística de muerte? Es difícil afrontar esta cuestión si se parte de la premisa jamás cumplida de que el único móvil del acto sexual es la procreación y jamás el placer.

La doctrina de la Evangelium vitae, reforzada con apelaciones a la ley natural, a los textos de la Iglesia, a su tradición y magisterio, no debe tener más consecuencia que el seguimiento que quieran hacer de ella los católicos. Pero. su cuestionamiento de la legitimidad de la sociedad civil y de sus representantes para legislar sobre cuestiones que afectan a la convivencia social o al desarrollo de la ciencia merece una respuesta.

La pretensión del Papa de sustituir en estas materias a la ley civil por la ley de Dios recuerda demasiado a viejos tiempos. En los actuales, esa actitud no puede dejar de relacionarse con ciertos fundamentalismos religiosos que, en nombre de una verdad y una moral supremas, hacen estragos en algunas zonas del mundo. Juan Pablo II admite que en la historia se han cometido crímenes en nombre de la verdad -la Iglesia de Roma lo sabe bien por propia experiencia-, pero. añade que crímenes no menos graves se cometen en nombre del relativismo ético. No es cuestión de hacer balance. Pero está más que comprobado que es más fácil impedirlos en las sociedades democráticas que en las sociedades teocráticas y fundamentalistas con poderes inapelables.

Desde la libertad de creencia que sólo la democracia otorga, pueden los creyentes. atenerse a los postulados de la encíclica con todo el rigor que consideren adecuado. Pero resultan inadmisibles los intentos de deslegitimar a la sociedad y a sus órganos representativos para legislar sobre materias como el uso de métodos anticonceptivos, la despenalización del aborto, la regulación de la eutanasia o las técnicas de reproducción asistida. Las normas que regulan estas prácticas en las sociedades democráticas no son imperativas, simplemente permisivas de determinadas conductas ciudadanas en situaciones límite o de grave dificultad en la vida. La recomendación papal a la objeción de conciencia en estos supuestos tiene plena cabida en el funcionamiento de esas sociedades. Pero inculcar en los ciudadanos la idea de que tales leyes tienen sólo "una apariencia de legalidad" es una incitación a desafiar el poder legislativo que ninguna sociedad organizada, y con más razón la democrática, puede aceptar.

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