Bajo el cielo de Jerusalén
Mi obligación es comenzar por lo más obvio y decir lo honrado que me siento de recibir un Premio que, además de una obra literaria, recompensa los esfuerzos de un intelectual en favor de la libertad. Me alegra de manera especial que este galardón se llame "Jerusalén" y se me conceda en esta ciudad y este momento.Dudo que haya en el mundo de hoy una tarea más necesaria, pero también más erizada de dificultades, que combatir por la libertad Hace apenas unos años, en 1989, en el feliz estrépito de fierros y pedrones de la caída del Muro de Berlín, un viento optimista recorrió el planeta que a todos nos exaltó pues parecía que aquella batalla había entrado en su fase decisiva y que pronto reinaría un nuevo orden internacional basado en leyes justas, el respeto a los derechos humanos y la coexistencia de sociedades y de individuos en la tolerancia recíproca. Que, por fin, sería realidad el sueño de una humanidad reconciliada, viviendo en paz, en la diversidad de ideas, creencias y costumbres, y rivalizando amistosamente por el progreso y la prosperidad.
Apenas seis años después, a aquella esperanza ha sucedido un pesimismo, que hace crujir los huesos. El resucitar de viejos demonios que creíamos enterrados, o al menos domesticados, como los nacionalismos, los integrismos religiosos, las querellas fronterizas, los conflictos étnicos y raciales y el perfeccionamiento y propagación del terrorismo, que incendian múltiples regiones, desintegran países y siembran las calles y los campos de cadáveres de, inocentes, lleva ahora a muchos a desesperar y a preguntarse si vale la pena seguir luchando por cambiar un mundo que da los tumbos del borracho y, como en los versos de Shakespeare, parece creado por un siniestro diosecillo, en el ruido, el furor y el sinsentido.
Cuando escucho semejantes manifestaciones de masoquismo antropológico o siento en mí "sino la tentación de sucumbir a los placeres deletéreos del nihilismo histórico, suelo cerrar los ojos y evocar mis recuerdos de mi primer viaje a Israel, en 1976. Es una operación que me entona, como a otros una piadosa oración o un trago de buen whisky. Estuve aquí por primera vez hace diecinueve anos, con el pretexto de dar conferencias en la Universidad Hebrea de Jerusalén. En realidad, vine a ver, a aprender, a averiguar cuál era la realidad y cuál el mito de este controvertido país, a oírlo, verlo, leerlo y tocarlo todo. Fue una experiencia de apenas unas semanas, pero de largas enseñanzas. Al pie de las murallas de la antigua Jerusalén, había una muchacha de cabellos dorados y una capa gris, flameando en el viento, que quería hacer todas las revoluciones y que estaba contra todas las leyes, empezando, como el poeta, por la ley de gravedad. "Mis compatriotas te han comprado, me decía. ¡Te has vuelto sionista!
Yo llevaba entonces algunos años de reconstrucción intelectual y política, luego de haber renunciado a la utopía colectivista y estatista que abracé en mi juventud, y ya defendía, frente a ésta, cómo una alternativa más realista y más humana, el pragmatismo democrático, y me asomaba (todavía con mucha desconfianza) al liberalismo, en las continuas polémicas a que suelo verme arrastrado por lo que parece ser mi ineptitud congénita para toda forma de corrección política. Pero vivía aún con la desasosegadora nostalgia de aquello que a la revolución parece siempre sobrarle y a la democracia. siempre faltarle: el tumulto de la acción, el desprendimiento, la ascesis, la entrega, la génerosidad, el riesgo, en una palabra todo lo que entusiasma a los jóvenes y aburre a los viejos. En la historia de la creación de Israel y la cotidiana realidad de su lucha por la supervivencia encontré todo aquello, en dosis más que suficientes para aplacar los apetitos de romántico sentimentalismo político que traía -y de los que nunca he podido librarme del todo-, pues aquí comprobé que para vivir la vida como aventura, reformar la sociedad y cambiar el curso de la historia no hacía falta suprimir la libertad, atropellar las leyes, instalar un poder abusivo, silenciar las críticas y encarcelar o matar al opositor y al disidente. Desde entonces suelo decir que la más grande sorpresa de aquel viaje a Israel fue haberme permitido descubrir que, en contra de lo que pensábamos mis adversarios, buen número de mis amigos y hasta yo mismo, mi ruptura con el mesianismo autoritario no me había vuelto ese homínido fosilizado que llaman 'un reaccionario', sino que seguía recónditamente identificado con esa voluntad de rebeldía y de reforma que, por lo común (y con toda injusticia) se acostumbra reconocer como patrimonio exclusivo de la izquierda.
No piensen ustedes que he venido a echar incienso a Israel en un acto de reciprocidad y acción de gracias por el Premio Jerusalén. Nada de eso. Antes y después de aquel viaje de 1976, me ha ocurrido discrepar con la política de los gobiernos israelíes y de criticarla -por ejemplo, en relación con su obstinación en negarse a reconocer el derecho del pueblo palestino a la independencia o los abusos a los derechos humanos cometidos en la represión del terrorismo en los territorios ocupados-, pero dejando siempre en claro que esas críticas las formulaban también, aquí, muchos ciudadanos de Israel, y a veces con incandescente virulencia, dentro de la más irrestricta libertad.
Es este rasgo de su historia, haberse mantenido siempre como una sociedad abierta a la discusión y a la crítica, a la renovación electoral de sus gobernantes, aun en los momentos más graves, incluso en el cataclismo de las guerras, cuando su existencia pendía de un hilo, la más perdurable lección brindada por Israel a los demás pueblos del mundo, sobre todo a los del llamado Tercer Mundo, en los que, a menudo, las dificultades y problemas internos o externos son esgrimidos como pretexto para conculcar las libertades y justificar las tiranías que todavía mantienen a tantos de ellos en la barbarie y el atraso. ¿Qué país ha enfrentado más dificultades y problemas que el diminuto Israel? Y, haber mantenido siempre crepitando en su seno la llama de la libertad, no lo ha hecho más débil ni más pobre y sí, en cambio, más digno, y ha dado más audiencia a su causa ante las naciones del mundo. Ésta fue una de las enseñanzas de aquel viaje que me ayudaría a aclarar muchas ideas y me llevaría a citar siempre esta prueba viviente de que no hay mejor garantía de progreso y de supervivencia para un pueblo, no importa cuán sea su nivel de desarrollo y las circunstancias a que se enfrenta, que la cultura de la libertad.
Y, la otra, aún más íntimamente regocijante para mí, puesto que soy un novelista y dedico mis días y mis noches a la gratisima tarea de fabricar mentiras que parezcan verdades, fue comprobar que la ficción y la historia no son alérgicas la una a la otra sino que, en ciertos casos, pueden fundirse en la realidad como una pareja de amantes en su lecho de amor. Pues, no lo olvidemos: antes de ser historia, Israel fue una fantasía que, como aquella creatura del cuento de Borges, Las ruinas circulares, fue trasvasada al mundo concreto desde las nieblas impalpables de la imaginación humana. La literatura está, poblada de estas magias, por supuesto, pero, hasta donde mis conocimientos de la historia del mundo me permiten saber, creo que Israel es el único país que puede vanagloriarse, como un personaje de Edgar Allan Poe, de Stevenson o de Las mil y una noches, de tener una estirpe tan explícitamente fantasmal, de haber sido primero anhelado, inventado, erigido con la sutil materia subjetiva con que se fabrican los espejismos literarios y artísticos, y, luego, a fuerza de coraje y voluntad, contrabandeado en la vida real.
Que esto haya sido posible es, desde luego, muy alentador para un novelista, y, en general, para todos quienes han hecho del fantasear el centro de sus vidas: prueba que su vocación no es tan gratuita como se cree, sino de necesidad pública, una vacuna contra el adormecimiento y el reuma sociales. Pero, además de levantar la moral de los nefelíbatas -ciudadanos de las nubes- de este hecho derivan conclusiones enormemente beneficiosas para los pueblos que aspiran a salir de la miseria, la ignorancia, el despotismo o la explotación, y que, por desgracia, son, todavía, la mayor parte de los pueblos del mundo. Es posible conseguirlo. Los deseos y los sueños pueden volverse realidades. No es fácil, desde luego. Hacen falta una terquedad de acero y la capacidad de sacrificio y de idealismo de esos desarrapados que, en este suelo hostil, hicieron brotar agua y sembríos donde había piedras y levantaron en el desierto cabañas que se volvieron pueblos y después ciudades modernas. La historia no está escrita y no hay leyes recónditas que la gobiernen, dictadas por una implacable divinidad o una Naturaleza despótica. La historia la escriben y reescriben las mujeres y los hombres de este mundo a la medida de sus sueños, esfuerzo y voluntad. Esta certidumbre pone sobre nuestros hombros una tremenda responsabilidad, desde luego, y no nos permite buscar coartadas para nuestros fracasos. Pero, también, constituye el más formidable aliciente para los pueblos que se sienten agraviados o desposeídos. Pues ello indica que nada debe obligatoriamente ser como es, que la historia puede ser como debería ser, como quisiéramos que fuera, y que depende sólo de nosotros que lo sea.
Por esa impagable lección, que me ha ayudado en mi vida de escritor y que ha sido el mejor abono de mis convicciones políticas hasta ahora, tengo contraída una deuda con Israel, de modo que, mirándolo bien, ha resultado en cierta forma verdad, como sospechaba mi amiga jerosolimitana enemistada con la ley de gravedad -y que, si la memoria no me traiciona, desafiaba la luz del día con unas medias de siete colores que centellaban más que los rayos del sol en los crepúsculos de Jerusalén- que aquí contraje una incurable debilidad por el sionismo, o, cuando menos, por lo que hay en su aventura de utopía realizable, de ficción que encamó en la historia y cambié la vida de millones de personas para mejor.
Hay otra vertiente de la utopía sionista, sin embargo, todo hay que decirlo, con la que yo no puedo sintonizar y es la que legitima el nacionalismo, las fronteras patrias, esa cataclísmica concepción decimonónica del Estado-nación que ha hecho correr tanta sangre por el mundo como las guerras de religión. Aunque quiero a la tierra peruana que me vio nacer y me pobló la memoria de recuerdos y nostalgias para escribir, y a la de España, que ha enriquecido la nacionalidad que ya tenía concendiéndome una segunda, diré rápidamente, robándole un título a un ensayo de Fernando Savater, que estoy 'contra las patrias' y que mis ideas al respecto las formuló bastante bien Pablo Neruda, en esos versos juveniles que cita siempre Jorge Edwards: "Patria, / palabra triste, / como termómetro o ascensor". Mi propio sueño político es el de un mundo en el que las fronteras entren en un irreversible proceso de declinación, a todos los pasaportes se los coman las polillas y los aduaneros vayan a acompañar a los faraones y a los alquimistas entre las antiguallas que ocupan a arqueólogos e historiadores. Sé que un ideal semejante parece un tanto remoto en estos momentos de desenfrenada proliferación de nuevos himnos y banderas y de exacerbaciones nacionalistas, pero, cuando oigo descalificar mi anhelo de un mundo unificado bajo el signo de la libertad como insensata fabulación de novelista, tengo siempre una contundente réplica a la mano: "¿Y qué, del delirio del periodista vienés Teodoro Herzl? ¿Qué, de la fantasía sionista? ¿No se volvieron realidades?".
Por lo demás, en este fin de milenio parecería que la historia humana, envidiosa de la novela latinoamericana, variedad realismo mágico, se hubiera puesto de pronto a producir tales prodigios que aún los novelistas de más desolada imaginación se han quedado aturdidos con la competencia. Si esas fronteras que parecían las más irreductibles, las de la ficción y la realidad, se han disuelto con acontecimientos tan inesperados como la desintegración del imperio soviético, la reunificación de Alemania, la desaparición de casi todas las dictaduras en América Latina, la Dacífica transición de África del Sur de un régimen racista y opresor a una democracia pluralista y tantos otros sucesos que desde hace algún tiempo nos dejan cada mañana sin habla, ¿por qué no admitir que la gradual integración del planeta ya realizada en buena parte gracias a la internacionalización de los mercados y de las comunicaciones y a la globalización de las empresas pueda irse extendiendo a lo administrativo y lo político hasta dejar sólo en pie, como barreras entre los hombres, las que nacen y se despliegan libremente, es decir las fecundas de las lenguas y culturas? Es difícil, desde luego, aunque no quimérico, un laborioso pero fértil empeño, el único que podría poner punto final a esa costumbre de la degollina que a compaña, como sombra fatídica, al acontecer humano, desde los tiempos del taparrabos y el garrote hasta los del viaje a las estrellas y la revolución informática.
El Acuerdo de Paz entre Israel y la OLP es una de esas ocurrencias extraordinarias de los últimos tiempos que nos maravillan y conmueven, uno de esos sucesos que hasta hace poco pertenecían al dominio hechicero de la ficción. Con tanta hostilidad y tanta sangre vertida, con tanto odio acumulado, parecía imposible. Y, sin embargo, se ha firmado y sobrevive a los demenciales intentos del fanatismo por destruirlo. Hay que saludar la audacia y la valentía de quienes se atrevieron a apostar por la negociación y por la paz, y a abrir las puertas a una futura colaboración de dos pueblos enfrentados en un conflicto que ha causado ya tanto sufrimiento y extravío. Y hacer, cada cual, desde nuestra situación particular, lo posible y lo imposible para contribuir a apuntalarlo, de modo que el engranaje civilizador que el Acuerdo ha puesto en marcha vaya venciendo las suspicacias de los desconfiados, ganando a los pesimistas y entusiasmando a los tibios hasta que sea indestructible y se hagan pedazos contra la voluntad de entendimiento y concordia que respalda todos los intentos de los enamorados del Apocalipsis por convertir la historia en un infierno.
Entonces, podrá comenzar a ser realidad la segunda parte de aquella ilusión que trajo, de los cuatro rincones del mundo, a la tierra estéril y desamparada que era entonces esta provincia perdida del imperio otomano, a los pioneros sionistas. Éstos, recordemos, no sólo querían construir un país, crear una sociedad segura, libre y decente para un pueblo perseguido. Soñaban también con trabajar hombro a hombro con sus vecinos árabes para derrotar a la pobreza y emprender, juntos, en la amistad, con todos los pueblos de esta región, la más rica en dioses, religiones y vida espiritual que haya conocido la civilización humana, la lucha por la justicia y la modernidad. En la convulsionada etapa que ha vivido Israel desde su independencia, este aspecto del sueño sionista quedó disuelto entre los nubarrones de la confrontación y la violencia. Pero, ahora, en la difícil aurora de paz, aquella noble ambición vuelve a asomar, por detrás de los montes de Edom, en ese cielo límpido que desconcierta tanto al forastero que llega por primera vez a Jerusalén, y siente, ante la luminosidad que lo recibe, en la delicadeza translúcida que baja desde lo alto, una sensación extraña, como el roce de alas invisibles que sentimos al contacto de la gran poesía. Tal vez la mención de ese atisbo promisor destellando en el cielo de Jerusalén sea una buena manera de poner punto final a estas divagaciones de un novelista que les renueva su alborozo y gratitud.
CopyrightMario Vargas Llosa1995. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1995. Este texto fue leído con motivo de la recepción del Premio Jerusalén, en la capital de Israel, el 15 de marzo de 1995.
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