Una pausa: Veracruz
(A Enrique Vila Matas, por 'Lejos de Veracruz')
Poeta neorromántico, ¡ya entonces!, fue el mexicano Salvador Díaz Mirón (1883-1928) hijo egregio y violento de Veracruz. Llamó Lascas a muchos de sus poemas endiablados y en ellos dejó entrever, de galope, cómo las verdaderas pasiones tendrían siempre que llamarse así. Opositor perpetuo y eterno pendenciero, admirador de Víctor Hugo y todavía más pirata que Espronceda, don Salvador sabía defenderse de cualquier hecho y, a renglón seguido, de palabra argüir: "Tu traición justifica mi falsía, / aunque lo niegues con tu voz de arrullo; / mi amor era muy grande, pero había / algo más grande que mi amor: mi orgullo". De esa altivez quedan grandilocuentes huellas a partir de sus juveniles artículos periodísticos, que acabarán por empujarle al exilio en 1876. Dos años después de dicha fecha, siendo ya diputado de la legislatura local por el distrito de Jalcingo, tuvo el poeta un encontronazo a tiros, en Orizaba, con un rival que también se las traía, pues la dura verdad es que le destrozó la clavícula izquierda al escritor y le dejó in servible, de por vida, el brazo correspondiente. ¿Un incidente aislado del destino fogoso? Algo más: el prólogo perfecto para llegar a coger el ritmo de lo repetitivo, obsesivo, fatal, cantable: "¡Odio al burgués y desestimo al paria, / y en el conflicto de los monstruos, hiero / de filo al prócer y de plano al sudra!". En 1883, el cantor pasa a mayores y mata a un gachupín, llamado Leandro Llada, en el bello puerto de Veracruz; eso sí, pareció quedar claro que fue nuestro compatriota el que tuvo la idea de pegar primero. Lo curioso es que, con razón a la española o sin ella, cosas tales acaben por dar gusto, pues el tenaz Díaz Mirón, a la sazón ya secretario del Cabildo de Veracruz, vuelve a las andadas en 1883 y acaba con la existencia de otro inquieto sujeto, Federico Wolter, no de un hondo plumazo volandero, sino "en defensa propia".
No han pasado siete años desde ese asesinato, cuando nos reencontramos con el presunto inocente en el trance de intentar dar caza al bandolero Santanón; acaso porque no lo conseguía, le arreó una paliza histórica a un diputado por Oaxaca. Tan sólo a un año de su muerte, conseguimos tener nuevas noticias del genio merced a la somanta que le propinó, en calidad de profesor de historia y director de colegio, a un alumno veracruzano. Nada de eso impidió que, gracias al aliento poético, su cadáver fuese velado, con todos los honores, en la Biblioteca del Pueblo de Veracruz y luego trasladado a la Rotonda de los Hombres Ilustres, en la Ciudad de México, donde, desde aquel lejano día su mano larga al fin descansa. No es el perfil biográfico del autor de Lascas un compendio atinado del carácter jorocho, si bien en la obsesión y en el orgullo sería muy difícil negarse a reconocer un clima. Pero tiene la noble gente de Veracruz, por favor, otras tonalidades de seducción: sensualidad, sutileza y un mirar que pregona haberlo visto todo. Un mirar que es bailable, mas paso a paso, como en la película Danzón se enseña. Y un algo más que allí se insinúa; a saber, que la indecisión radical es viajera, pues se imagina (de espaldas al quehacer) que una repentina mudanza bastaría para hacerse a la idea, para darle serenidad al simple hecho de que todo y nada van a seguir siendo así. Pero mientras tanto, en Veracruz, bajo ventiladores, entre marimbas permanentes y miradas fugaces, se puede ser feliz. O la desdicha pende del apabullante consuelo: "Vende, caro tu amor, aventurera, / da el precio de dolor a tu pasado, / y aquel que de tus labios la miel quiera, / que pague con brillantes tu pecado".
Ese rincón en penumbra, protector a deshora, tiene en Agustín Lara su rostro mejor cicatrizado. El autor de Veracruz y Oración caribe es la otra cara de una misma obsesión veracruzana: mudar de vida, mudar de amor y mudar de música, hasta que la mismísima rumba se transforme en chuchumbé. De Agustín Lara, Manolete y Tenorio a la vez, anotan sus amantes en sus dietarios: "Hizo una pausa, que yo respeté". Antes y después de esos silencios consentidos, tan ligeruelos y veracruzanos como Toña la Negra, Lara era muy capaz de describir la noche como un "diluvio de estrellas, palmera y mujer", pero, claro, de pronto tenía eso, eso que se agradece en una novela: ser una pausa digna de respeto.
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