Vocación de sainete
Hemos vivido tantas veces esta boda durante los tres últimos meses que para mí el evento ha adquirido un marcado matiz de irrealidad. A decir verdad, no consigo creerme que la ceremonia de ayer fuera la auténtica: me pareció algo así como la representación número 100 de una obra teatral que goza de la estima del respetable público. Incluso llegué a echar de menos que hicieran al gún bís: repetir el saludo, la entrada, la salida. Hubiera sido de un efecto dramático imponente.Estoy hablando en serio, o casi en serio. Es cierto que la boda y la preboda han sido fundamentalmente una representación, un espectáculo. No estoy hablando de la Infanta y su marido ni de los Reyes; y no porque una no pueda hablar de la familia real, sino porque ellos, que son los sujetos de la acción, la viven, claro está, como algo muy auténtico y muy grande: una no se casa (o casa a la primera hija) todos los días. En eso, se han comportado además como todas las familias: han deseado que la ceremonia fuera bonita, han procurado que el convite resultara aparente pero económico y han invitado a sus amigos. El hecho de que entre los amigos haya un montón de miembros de las casas reales europeas es algo aparatoso pero lógico, dado el oficio del padre de la novia (los padres siempre invitan a los compañeros de oficina).
O sea, que la hipérbole la artificialidad y el fingimiento está sobre todo en los que les miramos: en los medios de comunicación, en los ciudadanos. Que alguien me explique por qué han consumido periódicos y revistas tantísimo espacio en un tema que no es un tema, en algo que se acaba en cuatro líneas. Que alguien limpie imprentas y emisoras de esa marea de elogios y dulzuras, de esa facundia calificativa con que han embadurnado a la familia real en los últimos meses. Y que no me vuelvan a contar la vida de la Infanta, por favor: ni la vida de Alejandro el Magno hubiera soportado semejante frenesí biográfico, cuanto más la existencia de una joven que se caracteriza por ser totalmente normal, y lo digo de verdad como un elogio.
Han querido hacer de esta boda un cuento rosa de guirlache y nata, como hicieron los británicos con los esponsales de Carlos y Diana. Mala. cosa: ya se ve cómo acabaron esos pobres, y cómo la imagen de la monarquía inglesa se ha resentido de resultas de ello. Espero que nuestra familia real sea lo suficientemente lúcida como para saber sobrellevar el veneno de tanta adulación idiota, porque las sociedades de hoy no necesitan maravillosos reyes de leyenda, sino modestos reyes de carne y hueso que sepan desempeñar su trabajo discretamente. Esto es: si se suben a las carrozas acabarán por no saber ocupar las oficinas.
Lo más deprimente, con todo, es intentar contestarse a esa pregunta que antes he planteado por qué ha enloquecido de tal modo este país con un tema de tan escasa enjundia, que no es ni morboso ni entretenido, ni políticamente relevante (ni siquiera se trata del príncipe heredero) y que, aunque para los implicados suponga, como es lógico, un suceso vital de primera magnitud, para el resto de la ciudadanía no debería haber sido más que una noticia agradable y simpática. Y ahí es donde veo la artificialidad y la desmesura; y el deseo de construir un mundo de irrealidad, una pantomima de emociones y ensueños que tape esta vida actual tan gris y tan fea, la_corrupción, el GAL, Roldán y sus amigos, la bufonada amarga de nuestra política. No estoy hablando de una campaña programada, de políticos y editores de medios diseñando a conciencia este empacho real para distraer a la ciudadanía de los asuntos tristes (aunque no cabe duda de que muchos están encantados de tener esta excusa), sino de algo aún peor: de un deseo colectivo de taparse los ojos, aturdirse las entendederas, abaratar el criterio, intelectual, vivir en lo sucedáneo y no en lo auténtico. Así, a fuerza de purpurina, han conseguido que una boda verdadera termine pareciendo un espectáculo tan falso como los papeles de Laos. Se diría que éste es nuestro sino como país últimamente: convertir todo lo que vivimos en un sainete.
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