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El paisaje de la batalla

Está claro que la escandalera de estas últimas semanas va a continuar hasta las próximas elecciones y que, según cuáles sean los resultados de éstas, se va a encrespar todavía más. De momento, ya ha acentuado hasta extremos angustiosos el peligro de aislamiento de los protagonistas más aparentes de la vida política (Gobierno, partidos, medios de comunicación, jueces y magistrados, patronal, etcétera). De hecho, los integrantes de esta minoría nos estamos moviendo cada vez más en un terreno acotado, del que están ausentes la inmensa mayoría de las ciudadanas y los ciudadanos. Y cuando éstos se interrogan sobre muchas cosas fundamentales y preguntan qué hay de lo suyo, obtienen como respuesta una disquisición de tertuliano universal, un rumor de sables dialécticos o una retahíla inacabable y repetitiva de descalificaciones y argumentos de bajo techo. Puede que los dirigentes de la oposición política y mediática crean que están a punto de meter a los socialistas en una especie de ciudadela amurallada y de cerrarles la puerta por mucho tiempo o para siempre. Pero que no se engañen: si la ciudadela existe, ellos, a fuerza de empujar, ya están también dentro. Total, que no sé si los socialistas ganaremos o perderemos las próximas elecciones. Pero estoy seguro de una cosa: que por el camino actual no las va a ganar nadie, sea cuál sea el resultado de las urnas.Mientras nos empantanamos en discusiones sin salida -porque, aunque se refieran a problemas reales, como la corrupción, no buscan la solución de los mismos, sino que se utilizan como armas arrojadizas en el cuerpo a cuerpo-, están apareciendo fenómenos nuevos que, por activa o por pasiva, tocan los fundamentos mismos de nuestro sistema democrático. Creo que esto es muy serio porque están cambiando los presupuestos del pacto constituyente y se abren unas incógnitas que no sabemos muy bien adónde conducirán.

Uno de estos cambios atañe al principio de la división de los poderes.Éste es un principio básico del sistema democrático, y así está reconocido y regulado en nuestra Constitución. De hecho, es una división relativa, aquí y en todas partes, pero hay un elemento clave que, si no funciona, puede destruir el sistema en su conjunto. Me refiero al problema del control de estos poderes. Entre el poder legislativo y el ejecutivo funcionan muchos pesos y contrapesos, es decir, muchos controles mutuos, y, en definitiva, unos y otro están sujetos al control último de los ciudadanos y las ciudadanas, que los pueden cambiar con su voto. Pero el problema no está resuelto en lo que se refiere al tercero de los poderes, el judicial. Éste es definido como un poder independiente, y es lógico que así sea, para preservarlo de cualquier interferencia de los otros dos en la delicada y suprema tarea de impartir justicia. Pero el poder judicial no se mueve en el vacío, y si es muy difícil que pueda estar hoy mediatizado por el Gobierno y por las Cortes Generales, sí puede estarlo, en cambio, por el peso y la influencia de los medios de comunicación, por los grupos financieros nacionales y multinacionales y también por las actividades personales de sus integrantes.

A este respecto debo decir que no veo cómo se compadecen con la independencia del poder judicial las reiteradas tomas de posición política de algunos de sus integrantes, incluidos altos exponentes del Consejo General del Poder Judicial, o la impresión que dan algunos importantes juzgados de ser centros de transmisión supersónica de todo lo que en ellos se dice a las redacciones de tal o cual medio de comunicación. Y puesto que una de las garantías supremas de esa independencia es el comportamiento de los propios integrantes del poder judicial, añadiré que tampoco dan mucha confianza algunos jueces y magistrados que tan alegremente han opinado sobre los efectos jurídicos de los pretendidos papeles laosianos. Éste es, sin duda, un problema muy serio que todas las fuerzas políticas y sociales -incluyendo, naturalmente, a los propios jueces y magistrados- deberían discutir con rigor y serenidad en vez de ignorarlo o de utilizarlo como un ariete más en el combate general.

Otro ejemplo de lo que quiero decir es el de los efectos no previstos que puede producir el ejercicio de los principios constitucionales de la libertad de expresión y el secreto profesional. Y digo no previstos porque la Constitución no contempla de ninguna manera que el ejercicio de unos derechos pueda traducirse en impunidad para nadie.

A modo de ilustración, quiero recordar un caso bien significativo: cuando se fugó de España Luis Roldán hubo un periódico que sabía con exactitud la hora y el lugar en que se encontraba el fugitivo a los pocos días de la huida. Pero no lo comunicó a las fuerzas de seguridad para que pudiesen detenerlo, sino que lo ocultó, y a los pocos días publicó una entrevista con él. Política y jurídicamente, dicho periódico había delinquido, pero nadie se atrevió a acusarlo ni a denunciar su denegación de auxilio a la justicia. Se adujo entonces, y se sigue aduciendo, el principio del secreto profesional en relación con el de la libertad de expresión. Éstos son, sin duda, grandes derechos y grandes principios, pero no son ilimitados y, sobre todo, ninguno puede convertirse en instrumento para delinquir o para proteger a un delincuente. Si esto ocurre, si una institución o un medio de comunicación se aseguran con ello la impunidad, el sistema de poderes y de instituciones de la democracia queda tocado en su línea de flotación. Esto es lo que ha ocurrido y ocurre, y por eso debería discutirse también con rigor y serenidad por todos, empezando por los propios responsables de los medios de comunicación.

Hay otras discusiones pendientes. Una de ellas es la propia evolución de nuestra sociedad y cómo ésta afecta al funcionamiento real de las reglas del juego establecidas en la Constitución. Nuestra cultura democrática es ya bastante fuerte en muchos aspectos de la vida cotidiana, pero no lo es tanto en lo que se refiere a la comprensión, al respeto y al manejo de las principales instituciones del sistema. Así, por ejemplo, en un sistema democrático muy consolidado, la alternancia significa considerar como algo totalmente normal que unos ganan unas elecciones y otros las pierden, pero que nada sustancial se derrumba ni cada cambio es un borrón y cuenta nueva. La coalición entre fuerzas diversas es, igualmente, una forma de aceptar que la sociedad es compleja, que ningún sector social es totalmente homogéneo, que ninguna fuerza política puede arrogarse la representación exclusiva de una clase social entera frente a las demás y que ningún Gobierno democrático expresa sólo los intereses de un sector de la sociedad. Por eso a menudo tienen que ponerse de acuerdo fuerzas diferentes, por eso hay que recurrir a las coaliciones y por eso la coalición no significa por sí sola que unos y otros hagan dejación de sus principios.

Pues bien, ni esta cultura de la alternancia ni la de la coalición parecen interesar mucho a la oposición política y mediática. El combate que libra hoy esta oposición no es, ni en la forma ni en el fondo, un intento de forzar la alternancia, sino de destruir al PSOE y hacerlo desaparecer de la escena. No es, por consiguiente, una batalla política dentro de un sistema ya normalizado, sino un intento de replantearlo todo de raíz, al precio que sea. No es la cultura de los ganadores y perdedores circunstanciales, sino la de los vencedores y los vencidos, de los triunfadores y de los condenados al infierno. No es ya, afortunadamente, la confrontación de una España frente a la otra, como en el pasado, pero el lenguaje que utiliza hoy la oposición es un lenguaje de la aniquilación, nada homologable con el de las democracias consolidadas.

Lo mismo cabe decir de las coaliciones. Desde 1917, aquí sólo se ha gobernado a golpe de grandes mayorías. En la época de UCD fueron mayorías relativas, que aguantaron mientras la propia UCD se mantuvo unida y funcionaron los grandes acuerdos entre el Gobierno y la oposición. El PSOE gobernó desde 1882 con mayoría absoluta. Pero cuando la perdió en 1993 -e incluso cuando estuvo a punto de perderla en 1989- se desataron todos los demonios. Y cuando el PSOE llegó a un acuerdo de casi coalición con Convergència i Unió, la oposición política y mediática no lo consideró un signo de normalidad democrática, sino una muestra de debilidad que debía ser ahondada al máximo, sin detenerse en detalles ni reparar en desgarros. En eso estamos.

Si estos problemas no se abordan con claridad, los gobernantes del futuro, sean quienes sean, van a tener los mismos problemas que ahora. Con un mínimo de sentido de la responbilidad, éstas y otras serían, éstas y otras cosas a discutir, entre ellas nuestras auténticas perspertivas económicas. Pero ya ven, cuando al señor Álvarez Cascos le pidieron su opinión sobre el aumento del empleo en el mes de febrero, dijo que esto demostraba que los españoles ya no creen en el Inem. Y el señor Anguita sentenció que había que meter a los socialistas en la bolsa de la basura y echarlos al estercolero. Esto es lo que hay.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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