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El pánico cierra el último convento

Veintitrés clarisas ponen fin a seis décadas en el Magreb forzadas por la violencia integrista

El miedo ha cerrado las puertas del convento de las clarisas de Argel, el último de clausura en el Magreb. La comunidad, compuesta por 23 religiosas, abandonó discretamente, en compacta formación, la capital el día 1, en una operación diseñada por la Embajada de Francia, en colaboración con el Ministerio de Exteriores de Argelia y otras delegaciones comunitarias. Las hermanas se encuentran ahora en Nîmes, en la ribera norte del Mediterráneo, mientras en la playa del sur el vacío empieza a hacer mella en su antigua residencia.La comunidad de las clarisas en Argel empezó a tambalearse el 26 de diciembre, cuando al barrio de Bologhine llegaron las primeras noticias del asesinato del sacerdote Charles Deckers, de los padres blancos. Acababa de morir a tiros, junto con otros tres compañeros, en el presbiterio de la localidad de Tizi Uzu, a 100 kilómetros de la capital.

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De una sola ráfaga, la de las metralletas de los integristas, las monjas de clausura se vieron despojadas de su confesor y guía espiritual. Abatidas por el temor y el pánico, la responsable de la orden, la abadesa Marie Cecille, convocó a todas las monjas a capítulo, informó de lo sucedido y durante todo un día debatieron y votaron el futuro de sus vidas y la del convento. No faltó nadie a la cita, ni la más joven, de 42 años de edad, ni la más anciana, de 92. También estaban allí la española y las dos argelinas, nacidas en el barrio cercano.

"Al día siguiente me acerqué a la priora, Marie Cecille, y le pregunte: '¿Qué es lo que habéis decidido?'. Se puso a llorar. 'Hemos votado que nos vamos", explica uno de los testigos privilegiados.

La señal de partida la dio la campana. Era el 1 de febrero. Sonó por última vez pocos minutos antes de las seis de la mañana. Era aún de noche. Aquel toque de agonía se adelantó, por primera vez en la historia del barrio de Bologhine, a la voz rasgada del almuédano de la mezquita vecina.

Acabaron la misa antes de lo previsto. Esperaron todas juntas en una de las salas del convento cercanas a la capilla. Algunos dudan de si en este momento tomaron su último café con leche o se fueron en ayunas. En el refectorio no quedan huellas de ello, salvo las teteras de barro marrón, un cuenco vacío y pastillas para el mareo. Lo que todo el mundo sí recuerda es que entre los reunidos estaba el arzobispo de Argel, Henri Tessier; algunos sacerdotes, y el responsable de la comunidad de los padres blancos, el español Miguel Larburu. Todos estaban allí para el último adiós.

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Iban de riguroso hábito: vestido gris y toca negra. Así subieron, una tras otra, al autobús (le la Embajada de Francia, que llegó puntualmente a las siete de la mañana. Con él lo hicieron los coches de la escolta, los de la policía y los de la gendarmería. A una monja enferma se la llevó una ambulancia. Alguien se pregunta aún ahora cómo percibirían a través de las ventanillas del autobús aquella ciudad que redescubrían el día de su huida, tras décadas de clausura. Era el camino al aeropuerto. ¿Serían imágenes fugaces y deshilvanadas de una ciudad torturada o la prolongación serena y tranquila de aquel trozo de Argel que habían visto durante tantos años desde la azotea del convento y que tiene sus límites en el mar y en las casas cercanas?

Cuando el autobús estaba a punto de partir y ronqueaba ya el motor irrumpió en el jardín una vecina, con los pies desnudos, para abrazar una a una a las últimas monjas de clausura en Argelia. Esta fue la despedida del pueblo. La despedida oficial se dio en el salón de autoridades, donde pasaron los últimos momentos antes de salir hacia Nîmes en un avión especialmente fletado por la Embajada de Francia.

Un responsable de protocolo del Ministerio de Exteriores de Argelia había ido llamando una a una a las monjas. Las citó por su nombre original, y a continuación, por el adoptado al ingresar en la comunidad. Las saludó con respeto para darles al mismo tiempo, a modo de despedida, una caja de cartón con tres botellas de vino y otra de dátiles. Todas abrazaron con fuerza aquel último regalo, como si fuera un pedazo de Argelia.

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