Política y banquillo
Lo que desde hace ya muchos meses sucede en nuestro país, a lo que se suma el espectáculo de estos días -con bastante más de tragedia que de sainete, a pesar de los chistes-, difícilmente podrá dejar de sumir a muchos españoles en una situación de profundo desasosiego. Algo inevitable cuando se es forzado protagonista de una vida civil de baja calidad, trufada de constantes y graves sobresaltos que si en algo varían es sólo en la intensidad de lo que parece un incontenible in crescendo.Lo último del caso Roldán (diré, por si acaso, lo último hasta el momento de escribir estas líneas) es de una notable singularidad. Tiene tal cantidad y variedad de ingredientes activos que forzosamente ha de dar lugar a una no menos plural gama de enfoques interpretativos, entre los que se cuenta uno, el oficial, inspirado en el mismo torpe y recusable sentido de la política que está en el origen de todas las vicisitudes de este incalificable affaire. El argumento es de un grado de simplificación o, para decirlo con más propiedad, de frivolización casi insultante: ¿Roldán en la cárcel? Si. Pues, "pelillos a la mar". Es decir, a la misma fosa común sin fondo a la que han ido a parar tantas inexcusables exigencias de legalidad como se han sacrificado a lo largo de los últimos años en nombre de algún supuesto buen fin. En definitiva, aquí no ha pasado nada, "prietas las filas", y hasta la próxima, que, tal como están las cosas, cabe temer que esté ya encima.
No es mi intención perderme en la anécdota ni sacarle punta a cualquiera de las múltiples caras del poliédrico y demencial asunto. Podrá dudarse de si el capitán Khan es un invento de Paesa o un personaje del TBO (o ambas cosas), y si los cinco policías vivieron la improbable operación de riesgo que les fue atribuida o un viaje programado de dudosa épica. Pero hay algo que parece bastante claro: todos los indicios apuntan a que a Roldán y al Gobierno y la mayoría que le sostiene les interesaba la operación tal como nos la contaron en la primera versión; por lo que es altamente probable que, en la práctica, se haya desarrollado como parece resultar de la segunda. Es decir, como un pacto y no necesariamente "entre caballeros". Todo por una razón de suficiente capacidad explicativa en la perspectiva harto plausible de búsqueda, por los implicados, de una bilateral limitación de riesgos. Si para una parte importaba recortar lo más posible la actuación de la justicia, para la otra, en el plano procesal, era del máximo interés rentabilizar el reo, pero desactivando al peligroso testigo de cargo y potente factor de incremento de la deslegitimación en el orden político.
Habrá quien objete que se trata sólo de una hipótesis, pero otras con menor sustento indiciario se convierten en sentencias de condena. En cualquier caso, y cuando hay tanto político de profesión metido a procesalista de urgencia, bueno será decir que si en el proceso penal los indicios pueden producir y producen "hechos probados", a los efectos de exacción de responsabilidades políticas los indicios de suficiente consistencia prueban, en la medida en que presten justificación razonable a la pérdida de la confianza. Y, por favor, que no se invoque una vez más en vano el principio de presunción de inocencia, tan trabajosamente acuñado en la experiencia histórica para la parte débil de la relación procesal, como para que pueda ahora tolerarse una abusiva conversión del mismo en prerrogativa de sujetos públicos en apuros, interesados en eludir su responsabilidad política.
De todos modos, si no es tolerable la fraudulenta extrapolación de ciertas categorías procesal-penales al campo político, resulta obligado reconocer que nada de lo que sucede ahora entre nosotros podría entenderse suficientemente si se prescindiera de la sombra que el Código Penal proyecta -directa o indirectamente- sobre cualificados exponentes de la mayoría y sobre algunos momentos relevantes de su propia política. Y a este respecto el caso Roldán, un eslabón más del caso Interior, tiene un valor emblemático de primer orden.
Se mire por donde se mire, una parte cualitativamente muy representativa de lo que suele entenderse como el núcleo duro del Estado, de quienes lo han encarnado en los. últimos años, está en el banquillo, y con él, de alguna forma -objetivamente si se quiere- la propia gestión de ese área de la actividad estatal.
Y esto sucede, no por una obsesión enfermiza de los jueces, como a veces ha tratado de sugerirse, ni por una especia agresividad del aparato judicial, cuya iniciativa se ha visto incluso muy mediatizada por el Ejecutivo, que no dudó en actuar con patente ilegalidad en la elección de un fiscal general cómodo, a la medida de la situación. Ocurre, es necesario repetirlo, porque la judicialización (que es un ejercicio de normalidad constitucional en este caso) parece que ha estado precedida por un gravísimo cuadro de de gradación criminal de la política: de la Casa de la Moneda a BOE, del Banco de España a Ministerio del Interior. Degradación que, dada la notable concentración del poder en acto, fue, primero, propiciada por la ausencia de fiscalización preventiva, y, luego, no contestada eficazmente en su propio ámbito.
Por eso es tan falaz el intento de atribuir lo sucedido a la personal degradación de alguno sujetos. El tema tiene una inequívoca dimensión estructura que no sólo hizo posible sin que incluso favoreció el amplísimo despliegue de algunas modalidades aberrantes de ejercicio del poder. El fenómeno responde a un arquetipo que viene de lejos, es histórico, pero tuvo una mise en scène verdaderamente espectacular a partir de 1982, cuando lo que Ferrajoli ha llamado la "falacia politicista", la tesis del poder bueno per se que haría innecesarios todos los controles, se hizo realidad institucional en la acción de gobierno de las sucesivas, mayorías socialistas. Esto, con el resultado que se conoce de destrucción de cualquier esperanza de alternativa y de atribución de un mayor grado de penosidad y de intensidad traumática a la eventualidad de la alternancia. Vistas las cosas en esta perspectiva, el caso Roldán, como el caso GAL, tienen un plus de contaminante complejidad, en cuya existencia radica seguramente la clave de la llamativa dimensión patológica de todo lo que tiene que ver con uno y otro. El Gobierno español no es en este momento un Ejecutivo normal cumpliendo su papel ideal con la mirada puesta en la legalidad y en los principios. Por el contrario, éstos, que padecieron primero de manera casi insoportable en las conductas hoy justamente juicializadas, siguen padeciendo en las actuaciones de quienes, además de un papel constitucional, tienen hoy -cuando menos simbólicamente- un lugar en el banquillo. Y un interés particular en el empantanamiento de los procesos en curso.
Es esto y no otra cosa lo que puede hacer inteligible la oscura y demoledora irrupción del general Sáenz de Santa María en nuestra maltrecha experiencia del Estado de derecho como campo de operaciones, previamente minado por la televisiva entrevista del imputado Sancristóbal y contaminado por otras intervenciones de alto nivel, pero de bajísimo calado constitucional. Es también lo que reconduce a estrategia de ruptura éstos y otros supuestos no precisamente aislados. Es, en fin, lo que, en este momento, puede poner bajo sospecha de parcialidad interesada toda iniciativa que desde cualquier instancia pueda incidir -entorpeciendor su curso- en las vicisitudes judiciales del caso Interior. No resultará fácil poner fin a la denostada como "cultura de la sospecha" mientras la desconfianza siga encontrando alimento en un humus de tal potencial nutritivo como el que se desarrolla cada día ante nuestros ojos. Y no por culpa de la oposición, a la que -al margen de como lo haga- las más de las veces se le está dando el trabajo hecho.
Quizá se pueda seguir así, pero creo sinceramente que, como colectividad que ha dado pruebas de quererse a sí misma regida con limpieza y transparencia democráticas, así no se puede vivir.
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