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Pasos elevados

Los pasos subterráneos que está inaugurando el alcalde José María Álvarez del Manzano suscitan controversia, se le revuelve la oposición, protestan vecinos. Más que hacer una obra de mejora ciudadana parece como si hubiera proferido un insulto a la ciudadanía. Y quizá no sea para tanto. Los pasos subterráneos constituyen una razonable solución para que pueda circular sin causar excesivos estragos ese espeso caudal de hierro, ruido y humos que es el tráfico en Madrid.Peor fue cuando a la municipalidad le dio por montar pasos elevados. Ya llovió desde entonces: vivía Franco. Cierto es que aquellos gigantescos armazones le daban a Madrid un relativo aire de modernidad, recordaban a la vieja Nueva York que veíamos en las películas del nuevo nivel de vida americano, a veces hasta parecía la metrópoli futurista que se exhibía en las de marcianos y sus galaxias, para pasmo de la perpleja población madrileña, escéptica del desarrollismo que anunciaban los poderes públicos mientras subsistían los flecos de la posguerra, con sus carencias, sus ruinas y sus miserias.

Con los pasos elevados la autoridad municipal pretendía solucionar los incipientes problemas del tráfico de Madrid y al tiempo acercar su aspecto callejero al de las grandes urbes, sin percatarse de que éstas ya se apresuraban a desmontar aquellas siniestras estructuras, pues iban matando poco a poco a los ciudadanos. O acaso más rápidamente de lo que se piensa. Dependía de dónde vivieran. Los alejados pretendían estar a salvo, mas los aledaños llevaban en la palidez facial y en la mirada crepuscular el estigma de su triste sino.

Así sucedió en Madrid. De repente, una buena porción de madrileños se encontró con los pasos elevados delante de sus mismísimas narices, y con ellos, el caudal de hierro en movimiento progresivamente acelerado, que les metía el estruendo de los motores y las densas humaredas de los tubos de escape por las ventanas de sus hogares. Idílicos niditos de amor se convirtieron en campo de Marte, cámara de tortura, manicomio, según fueran la edad y condición, el talante y el aguante de cada cual. Las paredes de las casas ennegrecían y los pulmones de los inquilinos también. Quienes disponían de un porqué, blindaron sus viviendas, taparon huecos, clausuraron balcones, instalaron ventanas de doble hoja que no abrían jamás, aun a riesgo de asfixiarse en los meses de verano. Quienes carecían de posibles padecieron en sus vísceras y en sus meninges las consecuencias de los ruidos y de los humos, y hubo desenlaces verdaderamente dramáticos. Algunos aún andan por ahí cazando moscas.

Uno de los peores casos era el llamado escalextric de Atocha; un ingenio diabólico. No hay datos de cuántos ciudadanos normalmente constituidos pudieron convertirse en orates o doblar envenenados mientras permaneció en lo alto, pero uno sospecha que debieron ser como en la guerra. Una sabia decisión municipal, sin embargo, lo tiró al suelo, y, despejado el campo, hechas a continuación las reformas necesarias, quedó allí una hermosa plaza que ha devuelto aire, vista y sosiego al vecindario.

Quedan otros, sin embargo. Por ejemplo, esa bajada a tumba abierta por el paseo de Santa María de la Cabeza; o el tramo de la calle de Francisco Silvela que discurre entre sus cruces con la calle de Velázquez y con la avenida de América. Tarde y noche, las 24 horas del día, y así todos los días desde que los alucinantes armatostes nacieron fruto de la megalomanía y el desvarío, las fuerzas del averno discurren por ambas rutas con descomunal estrépito, soltando gases letales y asqueroso hollín, atropellando la razón y la vida, convirtiendo en víctimas de la insolidaridad, mártires de la demencia urbanística, a los inocentes habitantes de las respectivas barriadas.

La mayoría de estos ciudadanos no acaba de entender por qué arman tanto alboroto los otros ciudadanos cuando les ponen un paso subterráneo. "Para nosotros lo quisiéramos", musitan; y, formulado el deseo, se van al médico para que les cure la tos y la sordera. Pero tampoco allí encuentran remedio a sus padecimientos: el médico les dice que eso les pasa por fumar, y suerte tendrán si no los echa con cajas destempladas, por viciosos. Es lo que suele suceder en este valle de lágrimas: unos nacen con estrella, y otros, estrellados.

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