Las mujeres y los hombres
En vísperas de la celebración de la IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres, en Pekín, este año de 1995, parece oportuno comentar cómo van las cosas por estos pagos entre los hombres y las mujeres. Es evidente que la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, de la cultura y de la política, y en la toma de decisiones en casi todos los campos sociales, ha dado en España un salto de gigante desde que la Constitución de 1978 consagró el principio de igualdad de oportunidades y la no discriminación por razón del sexo. Igualdad que se mantiene también, claro está, a la hora de la falta de oportunidades, como ocurre en el paro, desgracia contemporánea que se reparte por mitades casi idénticas entre las mujeres y los hombres. ¿Pueden imaginar esas feministas triunfantes que, no más lejos de 1948 -y no solamente por la dictadura imperante, sino también por el modo de encarar la vida que tenía entonces la mayoría de los españoles-, resultara un acto de valor por parte de su autora, la inteligente con desa de Campo Alange, publicar un libro sobre La secreta guerra de los sexos? Esa guerra que, según Spengler, "existe desde que hay sexos, una guerra silenciosa, amarga, sin cuartel ni merced". "Los varones", decíamos sus editores en la solapa, "han acuñado un cierto concepto, de la feminidad muy cómodo para ellos y se resisten a alterarlo, y cuando la mujer no se ajusta a él, la acusan de masculinizarse, cuando lo que hace es adquirir una expresión más consciente de su ser".Pues la verdad es que la mujer, hasta ahora, no ha podido ser ella misma, su ser ha sido deformado por milenios de predominio varonil, pero hoy representa una fuerza creciente que empieza a entrar con ímpetu en la historia. Salvo en Oriente, al menos aparentemente, donde la mujer sigue siendo la servidora del hombre, aunque sin llegar a cumplir las extremosas palabras que dedicaba Zaratustra a la mujer persa, "que debía adorar al hombre como, a la divinidad, y nueve veces por la mañana, de pie. ante su marido, con los brazos cruzados, debía repetirle: ¿qué quieres, señor mío, que haga?".
Las directivas feministas se preocupan mucho de los porcentajes de mujeres en las candidaturas políticas y sindicales, en los nombramientos de altos cargos, públicos y privados, y hasta de la frecuencia de las mujeres ganadoras de los premios culturales. Y los líderes políticos creen -con cierta ingenuidad, a mi juicio- que eso favorece el triunfo de sus listas electorales, dado que más del 50% del censo es femenino. Es de suponer que esa tendencia no hará sino ascender, no sólo por el joven entusiasmo de la mujer por mandar en la sociedad, sino también porque el hombre, algo aburrido de haber ejercido ese mando durante tantos siglos, alberga la esperanza de que la mujer descubra nuevas formas y estilos, nuevas fronteras para superar los trágicos destinos en que parece enfangarse el mundo.
La relación fundamental en la vida de nuestra especie es la de lo masculino y lo femenino, cuyas diferencias y tensiones congénitas son las que dan encanto -y a veces tragedia- a la vida de los hombres y de las mujeres. Esas diferencias no son solamente corporales y fisiológicas, sino asimismo, del modo de ser y de estar en el mundo de ellos y ellas. En un mismo momento y en un mismo lugar -en una misma situación diríamos-, el entorno que ve la mujer y la apreciación de esa realidad son distintos que los que ve y aprecia el hombre. Lo que a éste le parece una frivolidad puede ser para ella una plenitud, y la falta suya de lógica, que tanto desespera a los varones, una intuición femenina muy puesta en razón. La mujer está convencida de que el hombre es un ser transparente y, salvo personalidades excepcionales, más fácil de entender. "Puede pensar", como señalaba el holandés Buytendijk, "que el hombre es fuerte como un toro, devora como un lobo, trabaja como un caballo, duerme como una marmota, gruñe como un oso, lucha como un león y, con gran frecuencia, es sucio como un cerdo. Mientras, ¿qué significa", añade el pensador citado, "que la mujer sea 'astuta como una serpiente e inocente como un cordero'?". Es el misterio de la mujer, un enigma -esfinge sin secreto decía Oscar Wilde, poco amigo, pero buen conocedor del sexo opuesto- que ha. enloquecido a tantos hombres. De Nietzsche, que tan mal recuerdo debieron dejarle sus amantes, especialmente Lou Salomé, es aquella famosa frase, tan despectiva, de que "la mujer es la segunda equivocación de Dios". Pero más desconcertado debió sentirse el parnasiano Jules Lemaitre al afirmar que "sobre las mujeres se podría decir todo lo que se quiera: todo sería igualmente verdad".
La mujer -por supuesto, también el hombre- es un producto histórico y, dentro de ciertos límites corporales, hasta sus atractivos siguen el curso de las modas y de los ideales estéticos y sexuales de cada época. Hubo un tiempo en que se pedía para la mujer la línea del reloj de arena y el talle de avispa, mientras en la época de Rubens se prefería la mujer exuberante. Y en el Imperio del Sol Naciente se estimaba el pie deformado, forzado desde la niñez, de las chinas aristocráticas. Diríamos que los rasgos del rostro revelan la marca de la civilización más que de la raza o de los signos de identidad de cada pueblo, muy dudosos, por cierto, si se estudian los grandes tramos de la historia. Esta retorna, pero nunca se parece; más bien sigue una línea espiral sobre el torso del tiempo, una espiral que, como señalaba mi admirado Octavio Paz, "vuelve sin cesar y sin cesar se aleja del punto de partida".
Estamos actualmente en una de las vueltas más sorprendentes de esa espiral. Nunca la mujer occidental -y la española en cabeza- ha dispuesto de mayor libertad. El poder trabajar e independizarse económicamente del marido permite y favorece las separaciones y el tantear varios ensayos de su vida sentimental. Eso lleva consigo dos graves inconvenientes: la desaparición de la vida de familia y la mayor soledad de los hijos pequeños. Pero es un hecho nuevo, del que la sociedad española debe sacar las consecuencias y encontrar la aguja con que remendar esa deteriorada trama social. Yo tengo la esperanza de que esas nuevas libertades e independencias de la mujer española, poco habituada hasta ahora a ellas, no dañe lo más valioso que debe tener toda mujer y que yo cifraría en su entusiasmo por el hombre. Si éste -concretado en alguien- está en el centro de su existencia, todos los encantos que ella tiene se desplegarán con armonía: sus cualidades, su voz y su mirada las dos armas más decisivas del eterno femenino- alcanzarán su plenitud y movilizarán al hombre al que se dirijan a ser más inteligente y menos rudo. "Los hombres y las mujeres", contestaba la actriz francesa Jeanne Moreau a una pregunta de Feliciano Fidalgo en este periódico, "hemos venido al mundo a hacer las cosas juntos". Y creo que sigue siendo cierta aquélla dolora de Rosalía de Castro: "Unha muller sin home... / ¡santo bendito! / e corpiño sin alma, / festa sin trigo, / pau viradoiro, / que onda quiera que vaia / troncho que troncho". Es claro que, por su parte, el hombre actual ha renunciado a tener las siete mujeres que, según Balzac, necesita todo varón: la madre, la hermana, la cocinera, la enfermera, la secretaria, la esposa y la amante. Alguna mujer valiosa podría abarcar varias de esas vocaciones.
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