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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sin pasamontañas

LA PRESIDENCIA de Ernesto Zedillo ha comenzado con una notable acumulación de problemas. De un lado, la insurrección zapatista avisaba ya desde su toma de posesión en diciembre pasado de que podía reanudar en cualquier momento la lucha armada, si las conversaciones con el poder no daban fruto. De otro, la crisis económica con la caída del peso, que seguía despeñándose ayer, espanta a los inversionistas internacionales, haciendo tambalear el edificio de una presidencia que se presentaba como la recta final en el camino de la modernización, tanto democrática como económica. A mayor abundamiento, la posición del presidente en el propio partido gubernamental, el PRI, parecía de lo más precario ante una fronda de agraviados que temen que la renovación política les deje descolgados del poder, tanto político como económico.No habían dejado de mantenerse discretos contactos con la fuerza guerrillera de Chiapas cuando, de forma aparentemente inesperada, Zedillo ordenó al Ejército la semana pasada que ocupara las localidades dominadas hasta entonces por la guerrilla y se adentrara en la selva Lacandona para capturar al subcomandante Marcos, jefe militar de la insurrección, al que, además, se identificaba como Rafael Sebastián Guillén, criollo -blanco- y de buena posición. El acto de mostrar al mundo su foto sin su característico pasamontañas tenía todo el carácter simbólico de quien viola el tabernáculo, haciendo como que se rompe todo puente de diálogo.

No parece que sea ésa toda la estrategia del presidente Zedillo. Como piezas que se mueven en un tablero de ajedrez más político que militar, los soldados mexicanos han ocupado las municipalidades en las que imperaba la guerrilla, y los zapatistas se han retirado al recóndito interior del territorio chiapaneco. Como consecuencia de todo ello no ha habido enfrentamientos, y, por añadidura, Zedillo ha reiterado la necesidad de negociar una solución política al problema, en tanto que no muestra particular celo en que se detenga al jefe guerrillero.

Todo parece indicar que el presidente ha querido hallar así una especie de equidistancia entre todas las opciones. De un lado, restablecer el prestigio del Estado recuperando los puntos estratégicos abandonados a la insurrección. Pero de otro, desde una posición de fuerza, se preserva también la posibilidad de continuar las conversaciones con los insurrectos. El hecho de que el gobernador electo de Chiapas, Eduardo Robledo, del partido gobernante, haya dimitido como exigía el zapatismo, sólo puede interpretarse como un gesto conciliador. Por el bien de Chiapas, por el de la modernización de México, por el del éxito del mandato renovador de Zedillo, habría que desear que la oferta de diálogo fuera sincera, que los zapatistas se plegaran a la necesidad de librar su guerra tan sólo en el plano político, sin ceder a la tentación de incendiar la selva en una estrategia de cuanto peor, mejor. Todo ello debería permitir que se diera plena dimensión a la operación internacional de rescate de la economía mexicana que, por valor de cerca de 50.000 millones de dólares, encabeza el presidente Clinton.

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