Últimas horas de libertad
El ex secretario de Estado pasó con su abogado las horas previas a su ingreso en la cárcel de Alcalá-Meco
Rafael Vera salió de su casa de Torrelodones (Madrid) sobre las 12 de mañana. Nadie sabe qué pensanmientos bullían en su cabeza, pero es casi seguro que no logró evitar la terrible duda de si la pasada no sería la última noche que durmiera en su cama. Si esa idea rondó por su cerebro, lo más probable es que no se la dijera a nadie. Vera es un hombre acostumbrado a rumiar en silencio. A fin de cuentas es un ejercicio que ha practicado muchas veces a lo largo de los 11 años que tuvo altas responsabilidades en el Ministerio del Interior.La cita con el juez Baltasar Garzón, al que Vera imputa una "manifiesta enemistad", le preocupaba. De hecho, se había resistido con unas y dientes a declarar, ante el magistrado. Pero a lo largo de las últimas dos semanas ha mantenido la cabeza fría. Sólo 24 horas antes de tener que visitar la Audiencia Nacional se permitió alguna broma asegurando que no tenía guardado ningún conejo en la chistera para apartar de sí el cáliz de Garzón. Se le habían acabado los conejos legales -las argucias que le permite la normativa- y estaba "preparado para lo peor".
El ex número dos de Interior ordenó a su chófer que se dirigiera hacia el despacho de Jorge Argote, un abogado que años atrás mantuvo estrechísimas relaciones con este departamento. El conductor apretó el acelerador por la autopista de La Coruña y apenas tarda unos minutos en cubrir la distancia entre Torrelodones y Madrid.
Vera, de 50 años, al que el cabello se le, ha vuelto blanco a velocidad de vértigo durante el último mes, entró a grandes zancadas en el bufete de Argote, en la calle de Santa Cruz de Marcenado, a tiro de piedra de la Audiencia Nacional. A mediodía, un repartidor de paellas a domicilio entró en el edificio. Los destinatarios eran el ex secretario de Estado para la Seguridad y el abogado, según contaron unos reporteros de Antena 3 TV. Aquel arroz rápido solicitado por teléfono podía ser la última comida en libertad para el en otros tiempos todopoderoso jefe de la policía y la Guardia Civil.
El reloj avanzaba inexorablemente hacia las cinco de la tarde. ¡Ay qué terribles cinco de la tarde!, como dice el tan repetido verso de Federico García Lorca en memoria del diestro Ignacio Sánchez Mejías. Aunque Vera, impotente e inquieto, no estaba para poesías. Todos los relojes marcaban para él las cinco de la tarde, aunque, en realidad, eran todavía las cuatro.
El ilustre encausado por Garzón agotó sus últimas horas de libertad en el despacho del penalista Manuel Cobo del Rosal, en la calle del General Martínez Campos, el mismo donde días atrás fue sorprendido el ex fiscal general del Estado Eligio Hernández, con la supuesta intención de reunirse con Vera y el ministro José Barrionuevo. Pero Hernández se equivocó: la cita no era allí.
Los minutos caían sin cesar. Así que Vera y Cobo del Rosal no tuvieron otro remedio que acercarse a la Audiencia Nacional. Esta vez no iba a suceder lo mismo que hace dos semanas, cuando el ex número dos de Interior llegó, saludó a Garzón, firmó unos papeles y se fue por donde había venido. Ayer -y Vera lo sabía- no iba a ser un cara a cara "frío, pero muy educado", como él mismo definió entonces aquel primer encuentro con el magistrado. Entonces, Vera salió con cierto regusto de haber vencido al superjuez. Ahora, las cosas tenían visos de ocurrir de muy diferente forma. Lo sabía y estaba "preparado para lo peor".
Mientras subía los escalones de acceso a la Audiencia Nacional, Vera quizás recordó la denuncia que él mismo presentó hace un mes en el cuartel de Torrelodones asegurando que Garzón había "torturado" psicológicamente a Juan de Justo, su ex secretario personal en Interior. Y si entonces opinó que a De Justo -"un pedazo de pan"- le había tratado Garzón con dureza, no había que ser muy listo para adivinar lo que le esperaba a él.
Desde que inició su particular calvario, se propuso hacer un contraataque digno del más refinado jefe del servicio británico de inteligencia. Nada de insultos, nada de salidas de tono, nada de burdas descalificaciones del enemigo Garzón. Nada de esto al menos iba a salir de sus propios labios.
Rafael Vera se ha apoyado en su esposa, María de los Ángeles Esquiva, que desde que empezó la movida ha actuado como una secretaria de lujo, atendiendo todos los Pecados y las incesantes llamadas. Y fuera de la familia, los viejos colegas de Interior, sobre todo el ex ministro Pepe Barrionuevo y la concejala Ana Tutor, ex delegada del Gobierno en Madrid. El presidente Felipe González no le ha telefoneado ni una vez durante este inquietante vía crucis, según ha dicho Vera, aunque a renglón seguido añadió en tono críptico que tiene constancia de que éste le apoya. No dio más detalles.
Vera se movió las últimas semanas con la frialdad de un campeón de ajedrez. Utilizó toda la artillería que le permite la ley, esa asignatura en la que ha hecho un cursillo acelerado. Pero Garzón le ha ganado la primera partida.
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