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Cuando los gigantes bufan

Joaquín Estefanía

De vez en cuando, los movimientos de países, periféricos en el concierto mundial pero grandes en su importancia política, económica o cultural, hacen temblar los cimientos del orden establecido. Sus reequilibrios, o simplemente sus debilidades, son síntomas de alarma o de atención respecto a lo que a continuación va a suceder en la región en la que están instalados y, en última instancia, en el resto del planeta.A principios de este año hubo cambios políticos en los dos gigantes latinoamericanos, Brasil y México, y aunque su evolución ha sido distinta, ambos casos requieren una reflexión no exclusivamente regional. Se han globalizado tanto los problemas que cuando el peso mexicano tose, los pulmones de alguien reverberan, por ejemplo, en Estocolmo; éste es el efecto tequila del que llevamos oyendo hablar varias semanas.

¿Cuál era la situación de América Latina a finales del año pasado? En el terreno económico, y con la excepción de Venezuela, casi todo iba a mejor: muchas posibilidades de un crecimiento real sostenido; inflación controlada y a la baja; entrada de divisas y de inversión extranjera (y no sólo financiera y especulativa); aceleración de la apertura económica y de la regionalización, con la puesta en marcha del Mercosur y del Tratado del Libre Comercio; deuda externa, aunque creciente, domeñada; etcétera.

Tan significativo como el económico era el clima político. Hartos de populismos de uno y otro signo, los latinoamericanos se han ido dotando de un consenso sobre qué hacer y cómo gobernar. Consenso entre la derecha, la izquierda y el centro sobre la necesidad de ampliar la apertura exterior y el flujo de inversiones, pero también de atacar con reformas estructurales las manifestaciones más nítidas de extrema riqueza y extrema pobreza y de financiar programas sociales. El problema surge cuando el péndulo se inclina sólo sobre la . primera parte del consenso.

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Alguien ha dicho que tan valiosa como la victoria de Fernando Cardoso en Brasil era la identidad en el diagnóstico de la situación entre el nuevo presidente y el izquierdista Lula, aspirante alternativo a la presidencia. En el análisis que cada ejercicio hace The Economist sobre América Latina, este año se destacaba el apoyo unánime de los gobernantes a la política económica vigente, lo que implica una gran certidumbre para las inversiones a largo plazo. Nadie se atreverá a desafiar este apoyo, aunque los dirigentes de cualquier país (en los próximos meses se celebrarán elecciones en Argentina y Perú) variasen de ideología política.

La excepción la representaba la sublevación indigenista de Chiapas (México), que supuso la inesperada reaparición del fantasma guerrillero de los años sesenta y setenta. Chiapas rompió ese consenso continental (del que Cuba está marginada) e. hizo temblar los cimientos del sistema político mexicano. Sus demandas nacionalizadoras y antisistema, contra el hambre en primera instancia pero también contra la corrupción política del PRI, fueron legitimadas por la decisión de los dos últimos presidentes de negociarlas. En el horizonte de finales de 1994 no se contemplaba una guerra de fronteras entre Ecuador y Perú.

Con el inicio del nuevo sexenio mexicano y la sustitución de Salinas de Gortari por Ernesto Zedillo, el milagro económico se vino abajo; en tan sólo una semana el peso se devaluó un 60% y arrastró, con sus sospechas de fragilidad, al resto de las economías emergentes de la zona. En México, las devaluaciones llevan siempre consigo una carga psicológica de desastre que se detecta en la calle; el mismo país que tan sólo tres meses antes era el buque insignia de la modernización en América Latina, está hoy dominado por la incertidumbre y la falta de liderazgo; y los tecnócratas educados en Estados Unidos, que implantaron el sueño mexicano, ocupan hoy la primera fila de las manifestaciones populares, retratados como forajidos bajo la leyenda de "se busca".

En menos de un mes se ha producido la flotación del peso, su devaluación, el hundimiento de la Bolsa, el desplome de las acciones mexicanas de Nueva York, la cólera de los empresarios endeudados en dólares, las alzas continuas de precios, el desbaratamiento de las previsiones económicas, las durísimas críticas de los inversores internacionales sobre el manejo que el equipo económico de Zedillo hizo de la crisis, y, por último, el ataque a las posiciones de los zapatistas, que puede suponer el inicio de una soterrada guerra de guerrillas. Todo ha cambiado de sitio y los aplausos han venido en crispación.

Un país tan nacionalista como México ha asistido resignado a la constatación pública de su dependencia directa de Estados Unidos (¡Viva Clinton!, titulaba a toda página uno de los periódicos más populares cuando se conoció el rescate financiero, de EE UU). El escritor Héctor Aguilar Camín resumía del siguiente modo el fracaso de las expectativas: "Se han disparado todas las demandas sociales a la vez, aunque sean contradictorias: orden y democracia; control político y libertades irrestrictas; soberanía y salvamento económico de Estados Unidos; baja inflación y buenos salarios; subsidios y austeridad fiscal; legalidad electoral y arreglos poselectorales; autoridad y tolerancia; paz y guerra. En suma, una mezcla de presidencialismo autoritario de ayer y presidencialismo democrático de mañana, por cuyas rendijas asoma sólo el vacío presidencial de hoy".

El vector contrario a la desesperanza mexicana se ha puesto en marcha en Brasil. La presencia de Fernando Cardoso, del Partido Socialdemócrata Brasileño, en la presidencia brasileña ha despertado ilusiones semejantes a las que representó Felipe González en 1982. El sociólogo que hace décadas levantó las banderas de la izquierda más tradicional, aquél con el que llegan al poder muchos de los perseguidos y exiliados por la cruel dictadura militar que gobernó en Brasil durante más de dos décadas, declaró nada más tomar posesión que hay que "librarse de los viejos dilemas ideológicos", ante los cambios que se han producido en el mundo.

Cardoso fue uno de los principales defensores de la teoría de la dependencia, por la que se explicaba que la manera en que un país está integrado en el sistema capitalista mundial era la causa fundamental de sus dificultades a la hora de alcanzar el desarrollo sostenido y el bienestar de los ciudadanos. Con estos mimbres y sus libros, Cardoso alentó en todo el continente el nacionalismo económico y el crecimiento, casi sin límites, del Estado. El resultado es conocido: América Latina perdió muchas posiciones en el proceso de desarrollo.

Ahora, el presidente brasileño ha ejercido la autocrítica, y considera, por el contrario, que la integración y la participación de un país en el sistema internacional son parte de la solución de sus problemas. "Hoy creemos que el escenario internacional ofrece ventajas para todo el mundo. El juego de suma cero, en el que la ganancia de una parte implica necesariamente una pérdida en la otra, ya está periclitado".

Tanto en México como en Brasil, a pesar de estar en coyunturas diferentes; tanto en la pasada autarquía basada en la sustitución de importaciones como en la actual apertura centrada en los intercambios de personas, mercancías y finanzas, hay problemas que no se han arreglado. El principal es el de la extrema pobreza, el de la falsa modernización de escaparate, el de la marginación de amplias capas de la sociedad. Las últimas décadas, pese a los avances obtenidos, han sido testigo de mayores desigualdades; incluso en los países desarrollados. El teórico acuerdo obtenido sobre la base de que el crecimiento sostenido a largo plazo no es compatible con grados insuperables de injusticia social, aplaza siempre su aplicación a mejor momento.

El cambio social no será fácil ni en México ni en Brasil, porque para atender a la parte de la población que vive en condiciones miserables habrá que afectar a los intereses de los más poderosos. De vez en cuando los gigantes bufan; sólo entonces se recuerda que las dos partes del consenso son igualmente necesarias. Chiapas es el último ejemplo.

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