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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Secretos a voces

Antonio Muñoz Molina

El último refugio de la dignidad es el secreto. En el santuario de sí mismo el injuriado o perseguido encuentra un lugar de cobijo, una tregua parecida a la misericordia. Cerrando los ojos, quedándose en silencio, replegado en la oscuridad, el preso salva una parte de su alma que no puede ser vulnerada por los carceleros, que casi está a salvo, inabordable, más allá de las normas y de las obligaciones del encierro. La tecnología carcelaria del fascismo y del estalinismo estaba consagrada a la abolición del secreto, al allanamiento sin resquicios de la intimidad: luces que no se apagan nunca, lugares siempre hacinados, retretes sin puertas. A lo que aspira un condenado es a cubrirse la cara, al derecho de que no lo observen. En la desgracia uno se vuelve siempre más poderoso, porque el conocimiento público agiganta el dolor, lo puebla de mirones e intrusos.En el escrutinio de las vidas privadas hay una predisposición de intolerancia y también de tiranía.

El simple hecho de no mostrarlo todo ya induce a la sospecha, y nunca falta algún bondadoso de lator. En los aleros de los edificios del Berlín Oriental cámaras móviles de televisión vigilaban el paso de la gente, acechando y grabando no ya encuentros clandestinos o actos ilegales, sino esas cosas vulgares e íntimas que al ser observa das por otros nos vuelven más vulnerables: la expresión que tiene la cara de alguien cuando va solo por la calle y absorto, los gestos y costumbres que no sabe que posee. En los años sesenta y setenta se difundió la idea de que todo se creto era contrarrevolucionario, mientras que la espontaneidad te nía siempre efectos liberadores y benéficos. En esa superstición yo creo que había una mezcla de los siniestros lavados de cerebro esta linistas y maoístas y del charlatanismo emocional alentado por el psicoanálisis. El pudor era un residuo de individualismo burgués: en consecuencia, uno tenía que aguantar las mayores impertinencias y las confesiones más tediosas y desagradables con su mejor sonrisa, y que mirarse a sí mismo con reprobación si a pesar de los vientos de sinceridad de la época se resistía a debatir en una mesa redonda sus inclinaciones sexuales.

Retrato de nada

Por esos años yo me salí, muerto de aburrimiento, de un cine en el que se proyectaban las hoy tan célebres confesiones de los hermanos Panero. Todo el mundo decía, y dice, que aquella película, El desencanto, era un retrato de España y de una generación. Yo confieso que no vi el retrato de nada, no sé si por miopía personal o distancia de clase, o tal vez sólo porque lo que esas personas contaban me parecía incomprensible. Yo no sabía que hubiera personas que hablaban normalmente de ese modo, con esa mezcla tan repelente de desvergüenza y pedantería, de privilegio social y ficción de malditismo y golfemia, en ese estado de pose perpetua, de lejanía absoluta hacia el mundo real, o al menos hacia el mundo en el que yo había vivido siempre. Tampoco sabía yo que uno puede pasarse la vida en tera, y no sólo la primera adolescencia, renegando de sus padres, y renegando en público, y convirtiendo todo eso en una especie de heroicidad testimonial, oportunamente dotada de palabrería: la castración, el Edipo, matar al padre, etcétera.

Por aquellos años Rafael Sánchez-Ferlosio publicó un largo artículo en Triunfo que se titulaba Defensa del poder. A todo el mundo le pareció una extravagancia, o una prueba de que Ferlosio deliraba y se había vuelto un reaccionario, pues se atrevía a disentir, con su intempestiva vehemencia de siempre, del dogina canónico de la sinceridad.

Casi veinte años después, sus peores vaticinios han sido superados. Los hermanos Panero continúan infligiéndonos imperturbablemente sus confesiones y mostrándonos con todo detalle sus genialidades y sus dolencias, pero el efecto de su nueva película se pierde en un océano de desvergüenzas públicas, en una confusión universal de sinceridad. En 1976 lo que llamaba la atención era que aquellas personas hablaran de sus vidas íntimas delante de una cámara. Ahora lo raro es encontrar a alguien que no esté dispuesto a revelar lo peor de sí mismo ante cuatro o cinco millones de espectadores.

El sueño de los policías de Berlín Este y la utopía beata de los lectores de Wilhelm Reich los ha cumplido definitivamente la televisión. No hay ningún secreto que no sea divulgado por un presentador, ninguna desgracia que no pueda ser profanada por las cámaras de un programa sensacionalista. No hay nadie que respete la intimidad del sufrimiento y ni siquiera la presunción de inocencia del acusado de un crimen. Tampoco parece quedar nadie que desee o necesite ocultarse.

Los verbosos parricidios intelectuales de los hermanos Panero ya son un anacronismo. Ahora, en la televisión, es posible asistir a una entrevista en directo con verdaderos parricidas, y todo tiene la vulgaridad y la crueldad de un reportaje de El Caso, no la jerga hermética de un seminario de Lacan. En un par de canales extranjeros puede seguirse día a día y en directo el juicio contra O. J. Simpson. En la televisión pública española la pobreza y la desesperación, la culpa y el crimen de las personas los muestran individuos sin el menor escrúpulo, que incluso se condecoran a sí mismos con una lagrima falsa y visible de piedad. Sabíamos que la televisión era un arma poderosa en el contagio de la tontería: ahora se descubre que es aún más eficaz en la difusión de la desvergüenza.

Antes que en los juicios, los testigos de un crimen declaran en un estudio de televisión, y a veces se les ve, bajo las lágrimas y el maquillaje, la vanidad cerri e estar saliendo en el programa de María Teresa Campos. En Estados Unidos se debate mucho la conveniencia de transmitir ejecuciones en directo por televisión, para arrebatarles así a los condenados hasta el derecho al secreto último de la propia muerte. Supongo que el siguiente paso será que los veredictos de culpabilidad o inocencia los determine la votación de los telespectadores.

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