Donde cagan las palomas
Últimamente estamos sufriendo una verdadera plaga de monumentos en Madrid: una estatua para el ex alcalde Rodríguez Sahagún, otra para Carlos III a cuyo pedestal hay que dar 11 vueltas para leer los datos biográficos, otra en la plaza de Alonso Martínez dedicada a no sé quién y que demuestra que el arte de la época franquista permanece vivo. Hablando de política, hay quienes promueven una efigie para recordar a la Pasionaria, aunque el alcalde actual dice que no está por la labor. -Y literalmente tiemblo cuando leo en un diario de nuestra ciudad que "un monumento dodecaedro de casi dos metros y medio ha sido instalado por el Consorcio Urbanístico del Pasillo Verde en el Paseo de los *Melancólicos... Este paseo ha recibido también las otras cuatro figuras previstas: un octaedro, un tetraedro, un cubo y un icosaedro". Pues sí, es para ponerse melancólico.
El sabio Catón, un hombre sobrio que quiso limitar el lujo que empezaba a corromper a Roma en la segunda centuria antes de Jesucristo, cuando le preguntaron por los monumentos erigidos en honor de los hombres, se expresó de forma sutil para hacer una distinción contundente: "Quiero que la gente se pregunte por el motivo de que yo no tenga monumento, en vez de preguntarse por qué lo tengo". En cambio, Bierce, un sabio norteamericano (no es ninguna contradicción: aquella República ha dado más de uno) definió una estatua como "una estructura pensada para conmemorar aquello que no necesita conmemoración o que no puede conmemorarse".
Es esta última opinión la que puede aplicarse a la mole de casi tres metros que recuerda a Rodríguez Sahagún, una obra abstracta del famoso escultor Eduardo Chillida en la que no se aprecia para nada la figura de aquel alcalde. Pero según un periódico madrileño, "el artista dejó claro que no se trata de un monumento sino de una estela funeraria, símbolo antiquísimo en la historia de la cultura, con la que ha pretendido señalar un hecho importante: el paso de un hombre grande por el Ayuntamiento de Madrid".
Este afán de promocionarse y tomar el pelo al público es característico de los escultores. Yo he conocido a varios de ellos y me he dado cuenta de una cosa curiosa: apenas esculpen, casi todo su tiempo lo emplean en expandir su fama. Esto se debe a que sus materiales son tan costosos, y es preciso invertir tanto tiempo en cada obra, que necesariamente dependen de subvenciones, becas y demás encargos oficiales. Es más: los monumentos y las estatuas proliferan precisamente porque hay mansos patrocinadores oficiales dispuestos a gastar el dinero del contribuyente.
Ahora bien, el número uno de los escultores-hombres de negocio tiene que ser Botero. Sin entrar en las virtudes artísticas de su obra -aunque yo le aconsejaría a Botero que si quiere crear desnudos gordos, estudie primero a Renoir o a Rubens-, sí es preciso reconocer que tiene un don comercial extraordinario: ha conseguido que sus estatuas se coloquen en las principales avenidas de Nueva York, París y Madrid. ¡Este mismo diario picó y organizó una votación madrileña para determinar la pieza más popular!
Pero tal vez el principal defecto de las esculturas -por lo menos las malas, que son la mayoría- es que muchas de ellas se exhiben en lugares públicos. Al contrario de la mala obra de un mal pintor (que se expone en una galería privada o en Arco, donde sólo tienen que verla los miles de voluntarios que allí acuden), una escultura en la vía pública es un asalto continuo al buen gusto y a la tranquilidad espiritual del viandante, que sólo quiere ocuparse de sus propios asuntos. Es como la mala arquitectura, pero en pequeño.
Este es el caso del monumento al joven matador de toros madrileño José Cubero Yiyo, construido delante de la plaza de Las Ventas. Yiyo era un torero simpático y prometedor que tuvo la mala fortuna de morir corneado. Presos de la emoción, sus familiares y admiradores promovieron la idea de esta estatua atroz, una auténtica monstruosidad, que al torero, de vivir, seguramente le espantaría, y que a los aficionados, que aún le recuerdan con afecto, les atormenta antes y después de cada corrida. Ahora bien, una inspección pormenorizada de una figura de este grupo escultórico descubre un dato curioso que no vamos a revelar aquí: el sexo de los ángeles.
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