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El espíritu de la vanguardia

Con el también pintor y surrealista Eugenio Granell, Maruja Mallo era una de las últimas supervivientes de la vanguardia histórica española, en cuyas filas irrumpió, en la segunda mitad de la década de los veinte, con fuerza y personalidad arrolladoras.Oriunda de Galicia, Maruja Mallo nació el año 1909 en Lugo. Acudió pronto a Madrid para estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde pudo conocer a Salvador Dalí, con el que rápidamente congenió y gracias al cual pudo, a su vez, conectar con el entonces excepcional grupo de amigos de la Residencia de Estudiantes. A partir de ese momento, Maruja Mallo se integré en la entonces emergente y muy combativa generación vanguardista de los veinte.

Amiga de poetas, entre los que se encontraban Miguel Hernández y Rafael Alberti -mediando con este último un intenso romance-, el primero le descubrió las bellezas del campo español y le facilitó con ello su incorporación estética a la primera Escuela de Vallecas, creada en 1927, que pretendía conciliar la vanguardia con las senas de identidad nacional, obsesión recurrente de la cultura española contemporánea. Esto le hizo alinearse con Alberto Sánchez y Benjamín Palencia, pero también seguir mirando hacia París, adonde acudió en 1932, consolidando de esta manera su posición surrealista.

En realidad, como a tantos otros creadores españoles de vanguardia, a Maruja Mallo el surrealismo le venía como anillo al dedo, y, de hecho, logró cuajar su estilo característico, moldeado según el patrón figurativo del surrealismo de la década de los treinta. Con su mezcla de vitalidad, desparpajo y talento, Maruja Mallo llegó a seducir al mismo Ortega y Gasset, y, en efecto, el gran filósofo le organizó una exposición individual en Revista de Occidente.

Exilada en 1937 en Buenos Aires, donde permaneció hasta 1965, Maruja Mallo se relacionó en la capital argentina con Ramón Gómez de la Serna. Estas décadas de ausencia de España hicieron que se fuera perdiendo el rastro de Maruja Mallo en su país natal, produciéndose la paradoja de tener que ser, a su regreso, como quien dice, redescubierta. No le amargó este olvido, sino, por el contrario, supo convertir la marginación sobrevenida en un aliciente, volviendo a ser entonces lo que más le gustaba: una vanguardista muy capaz de sorprender a cualquiera.

Así había que verla en el Madrid de los setenta lanzarse con entusiasmo a nuevas exposiciones. Sólo los estragos inclementes de la edad fueron capaces de ir retirándola de la escena, la cabeza un tanto perdida, pero siempre genial, respondiendo con ello al dictado surrealista de que los locos, los niños y los artistas son los únicos capaces de entender la realidad. Loca, niña y artista hasta el final, Maruja Mallo ha dejado el testimonio vivo de lo que es vivir, algo maravilloso y cada vez más surrealista.

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