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Entrevista:

"No necesitamos un ideal, sino una esperanza"

Enric González

Bernard-Henry Lévy, nacido en 1948 en Beni Saf (Argelia), fue el más célebre, de los llamados nuevos filósofos de los años setenta. Popularísimo y controvertido en Francia, se ha dedicado durante los dos últimos años a defender la causa bosnia. Su obra más reciente, La pureza peligrosa, se publicará en España en otoño. La tesis es que el integrismo, equivalente a la voluntad de pureza y a la fe en que se puede reconstruir el paraíso en la Tierra, es el nuevo cáncer del mundo.

Pregunta. ¿Cómo define usted su profesión? ¿Filósofo, escritor, polemista?

Respuesta. Tengo una vida pública intensa y en los últimos años he estado ahí donde me ha parecido que se jugaba la suerte de Bosnia. En Bosnia, en Francia, en Estados Unidos, en el cine, en la televisión...

P. Pero ¿en calidad de qué?

R. En calidad de eso tan típico de la literatura francesa, y de la europea en general, que se llama el intelectual comprometido.

P. De usted se ha criticado bastante el estilo de vida, el lujo que le rodea, su coqueteo con la prensa del corazón.

R. Si hay aún quien cree en modelo del intelectual pobre y triste, es su problema, no el mío. Mi estilo de vida no me resta credibilidad, vea cómo mis libros obtienen gran resonancia.

P. La guerra de Bosnia es uno de esos fenómenos integristasque usted denuncia en La pureza peligrosa.

R. Es el detonante del libro, junto con una conversación con Salman Rushdie. También me he fijado en la tragedia argelina. En general, la idea surge de la afloración de los integrismos tras la caída, precisamente, del último gran fenómeno integrista conocido hasta la fecha, el comunismo.

P. Ahora se agrava casi diariamente la guerra de Argelia, que usted califica en su libro de "principal problema doméstico de Francia".

R. A diferencia de Bosnia, ahí no hay solución fácil. El integrismo se está convirtiendo en la fuerza dominante. Creo que las potencias occidentales se equivocaron al interrumpir el proceso electoral democrático e impedir la victoria islámica, pero no sé qué se puede hacer.

P. Usted prevé grandes catástrofes sociales en Occidente porque las sociedades desarrolladas están acobardadas y carecen de ideal. ¿Se puede concebir un ideal sin algún tipo de pureza?

R. Yo creo que sí. El Estado ideal es el Estado sin ideales.

P. ¿Y eso es Édouard Balladur?

R. Sí, es Balladur, y también Barre, Rocard, Delors, Jospin. Es la cultura democrática.

P. Pero la cultura democrática parece incapaz de hacer frente al desempleo y a la marginación.

R. Creo que en Francia, y supongo que en otros países democráticos, se corre el riesgo de una pérdida grave de confianza en las instituciones. Una parte de la sociedad puede considerar ahora que la democracia no es asunto suyo, sino sólo de unos pocos. Ese peligro me parece gigantesco. Y para resolverlo hay que hacer una auténtica política de la ciudad, una auténtica política de integración. No necesitamos un ideal, sino una esperanza.

P. Usted da ya por perdida la batalla y pronostica un futuro de mafias y guetos.

R. Ahí está el ejemplo español, con la degeneración del felipismo, la explosión de escándalos y la descalificación global del sistema. Y el caso de Francia. Por no hablar de Italia.

P. Habla usted como si exigiera la pureza.

R. No, no, en absoluto. Si se opone a la corrupción generalizada un angelicalismo absoluto, se cae en el error. La corrupción es eterna, forma parte de la política y de la humanidad. Lo necesario es una política virtuosa, no pura. La virtud es la resistencia a la corrupción, un esfuerzo por hacer bien las cosas, una posición del espíritu no resignada.

P. Pero, en los tres países que usted ha citado, se reacciona a la corrupción con algo muy parecido al angelismo: es la era de los jueces, de la gran purga.

R. Hay excesos, es verdad. La democracia no debe ser el poder de los jueces. La democracia supone un cierto equilibrio y articulación de los poderes, de los que forma parte la judicatura. Asistimos ahora a un desarreglo que tiene que ver, efectivamente, con el ideal de pureza. Es pasar de un extremo a otro. Quizá sea inevitable. Pero un auténtico demócrata no puede resignarse.

Siempre cerca del poder

Bernard-Henry Lévy no cuadra con el arquetipo filosofal de Diógenes, ni con la modesta ética machadiana. Residencia fastuosa en pleno bulevar de Saint-Germain, mayordomo de piel oscura e impoluto uniforme blanco, camisas de seda y melena de héroe romántico componen los atributos externos de este intelectual de familia adinerada, formado en la Escuela Normal-Superior de Jean-Paul Sartre, profesor a los 21 años y, a los 29, azote de comunistas con su obra La barbarie de rostro humano.

Fue asesor de François Mitterrand en 1980 y se le cuenta ahora entre los partidarios de Édouard Balladur: sabe estar cerca del poder. Lévy, al que se conoce en Francia por sus iniciales, BHL, cabalga desde hace veinte años a lomos de una popularidad muy poco frecuente entre los filósofos.

Su fastuosa boda con una bella actriz, Arielle Dombasle, alcanzó el grado de gran exclusiva en las páginas de Paris Match. Su influencia sobre amplios segmentos del pensamiento francés es notable, aunque sólo sea por el cargo que ocupa en la editorial Grasset, y sus libros son éxitos de ventas.

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