Pena de muerte
"Raymond Kinnamon fue ejecutado ayer mediante una inyección letal" (EL PAIS, 12 de diciembre de 1994). No viene su foto y es lástima. Tengo un recorte de EL PAÍS del 5 de agosto con las de Clines, Holmes y Richley: en ese trance en que el poder trataba de convertirlos en objetos, pura exterioridad que se pesa, se fotografía y se mide, nunca estuvo más claro que había un dentro, que ellos, mientras tanto, seguían, por el revés, siendo, sujetos. Clines tenía un gesto un poco altivol como ausente, y los ojos de Holmes, muy abiertos tras aquellos largos mechones de hippy, parecían mirar a sus invisibles condenadores como pidiendo una razón (para aquella sinrazón (... ), y Richley era el más sobrio. Su rostro, duro, expresaba el desengaño de quien sabe inútil todo intento de comunicación con esigente: no te oyen. Hace un par de años vi por la tele un documental sobre un penal de Estados Unidos que custodiaba a condenados de muerte. Había entrevistas con condenados, y también con funcionarios (el reverendo, el director del penal ... ). Estos últimos me transmitían, mira por dónde, ellos sobre quienes ninguna amenaza pesaba, una especie de soterrado nerviosismo, el de quien no puede dejar que la palabra la razón- fluya por sí misma porque tiene ya previsto el cauce al que, quieras que no, debe ir a parar. Tenían el aire de quien-a-toda-costa-tiene-que-tener-razón, de -quien-lo-fiene-todo -ya-pensado. Los condenados conservaban, en contraste, cierta calma para dejar que la palabra -la razón- fluyera por sí sola, de modo que daban la impresión, es curioso, de ser personas razonables, "como usted o como, yo". Es como si la injusticia brutal que es una condena a muerte regalara a sus víctimas un atisbo de lo que es la vida, es como si ese atisbo confiriera a quien lo alcanza un nuevo soplo de humanidad, una nueva dignidad. Así debemos sin duda imaginamos a Raymond Kinnamon-
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