Todos fuimos jóvenes
Todos fuimos jóvenes alguna vez. A esos años de aprendizaje se remontan muchas de nuestras afinidades y obsesiones, conductas e inconductas. Toda inauguración del mundo deja huellas, pero sólo algunos estupores (no siempre los más gratificantes) sobreviven; el resto queda inmerso en la niebla de la desmemoria y quizá por eso los adultos (o sea los ex jóvenes) son por lo general tan poco comprensivos con los asombros de los jóvenes' de hoy. Lo cierto es que semejante desencuentro no augura nada bueno para el entramado social del próximo siglo.Así como entre el Woodstock 1959 y el Woodstock 1994 media no exactamente un abismo, pero sí un desgaste irrecuperable, y lo que hace un cuarto de siglo era un estallido original hoy se ha vuelto un retumbo casi paródico, así también la añoranza de otros verdes años no ayuda a comprender a jóvenes todavía desprovistos de añoranzas. Woodstock fue una eclosión marginal del orbe capitalista, pero fue asimismo un referente para los jóvenes de muy diversos países, tradiciones y lenguas. Un referente que en el fondo significaba el rechazo tajante de un sistema. Aunque no siempre se tuviera noticia de aquello que Woodstock intentaba expresar, en vanas regiones del mundo hubo un equivalente de aquel inconformismo.
Sería interesante, y hasta revelador, averiguar dónde están hoy Ios muchachos de entonces", o sea, dónde están aquellos díscolos, aquellos respondones, aquellos contestatarios de veinticinco o treinta años atrás. Uno tiene la impresión de que a muchos de ellos se les podría encontrar entre los yuppies bien acomodados y francamente orgullosos de su firme instalación en el sistema. Curiosamente, de sus filas suelen provenir las opiniones más descalificadoras acerca de los jóvenes de hoy. Lo más probable es que los términos pasota y pasotismo no hayan sido inventados por los muchachos aludidos, sino por los adultos descalificadores. El dictamen posmodernista es que los jóvenes pasan de todo, es decir, que nada les importa. Pero no deja de ser un dictamen interesado.
A quienes dominan los ardides políticos, los mass media, las transnacionales, así como a sus servidores profesionales, no les interesa ni les conviene la rebeldía de los jóvenes. Su objetivo es hacer todo lo posible por neutralizarlos. La droga neutraliza, por supuesto, pero también, puede neutralizar un tratamiento virulento del deporte, del rock, del alcohol, del vértigo en las carreteras, de la agresividad gratuita. La violencia casi histérica que se produce a menudo en las tribunas de los estadios, en los aledaños de los conciertos de rock, y otras convocatorias, en definitiva viene a deteriorar la imagen social de los jóvenes, y, en consecuencia, a desprestigiar sus rebeldías. Eso es lo que se busca y es una lástima que muchos jóvenes caigan en la trampa.
Algunos especialistas en problemas juveniles suelen atribuir esa compleja situación a un desencuentro generacional y a un cierto descreimiento con respecto a las figuras políticas más notorias. Es una parte de la verdad, pero no toda la verdad. La propagación incontenible. de la corrupción, esa plaga que ha asolado los últimos y penúltimos tramos el siglo XX, no constituye precisamente un arquetipo para los muchachos y muchachas que acceden al mercado de trabajo. El paulatino convencimiento de que los méritos profesionales, los estudios universitarios o la capacidad laboral valen menos que el acomodo liso y llano; el cada vez más frecuente destape de cohechos y sobornos que salpican o (como en los casos de Collor de Mello, en Brasil, o Carlos Andrés Pérez en Venezuela) hunden hasta el cuello a personajes políticos en los que la gente confió y a quienes dio su voto; la inevitable comparación entre las promesas electorales y los hechos subsiguientes; la cínica contradicción entre los maravillosos datos de las estadísticas oficiales y la pobreza en aumento de los sectores más desvalidos; todo ello provoca una crisis de confianza que se va reflejando en los distintos estratos de cualquier sociedad, y marcadamente entre los jóvenes.
Esa extraña liturgia provoca un desconcierto generalizado. El consumismo, y su frenética promoción, se vuelven un cepo para la juventud. Para extraerse a sí mismos de esa trampa buscan salidas. Las buscan con inmadurez, con inexperiencia, con frivolidiad, pero las buscan. Unos optan por la droga o la violencia, otros por el vértigo, y algunos por el suicidio. Si bien el tan mentado pasotismo es en definitiva un estado de ánimo, en el fondo es también una forma de suicidio espiritual.
Es cierto que quien pasa de todo, tira por la borda el cinismo, la hipocresía, la deslealtad, la felonía, pero también prescinde de la ética, la solidaridad, la franqueza, el altruismo, la investigación, el rigor científico, el amor por la justicia, el ejercicio de la imaginación, la sensibilidad artística.
La misión de los decididores multinacionales es la neutralización de los jóvenes, que en otros términos significa amputarle su rebeldía, su capacidad de crítica, su resistencia. Si los caminos idóneos les son vedados, sólo les queda une, para abordar el fúturo con cierta ilusión. Y ese único rumbo es el dinero. La sociedad de consumo. Lo ha convertido al dinero en una religión, con innumerables feligreses y escasos ateos. Con el dinero se logra el confort, los más sofisticados bienes de consumo, y en última instancia el poder. Y para conseguir ese abrecaminos no es imprescindible (aunque tampoco descartable) una rigurosa formación profesional, universitaria, laboral o cultural. La tradición del setf made man que desde siempre nos vendieron los norteamericanos, y que sin duda tiene sus aspectos positivos estimulante, hoy se ha distorsionado a tal punto que la astucia, la marrullería, el fariseísmo y la falta de escrúpulos se han convertido en los más eficaces instrumentos para alcanzar en poco tiempo un digno espacio en la sociedad.
Ahora bien, es obvio que los jóvenes no seguirán siendo jóvenes de aquí a la eternidad. Cuando el inminente siglo XXI los acoja en sus brazos informáticos, es posible que estos hoy integrantes de las barras bravas del fútbol de aquí y de allá, jueguen al sosegado golf o al estresante asalto bancario; que los rockeros del montón hayan derivado a una sinfonía de Mahler o se solacen con un concierto de trinitrotolueno y orquesta. Mientras tanto, hay miles (o quizá millones) de jóvenes que no son pasotas; que están llenos de dudas y miran su propio futuro con una preocupación que se acerca peligrosamente a la angustia. Hay algo que en una orilla del Atlántico se llama paro y en la otra desocupación. Pero en el fondo es lo mismo., Y los muchachos y muchachas que, en alguna madrugada, a la salida de una discoteca, se encuentran con que la edad de la inocencia quedó atrás y que ha empezado el tiempo de la responsabilidad, tal vez tomen conciencia de que el pasotismo no les va a arreglar la vida y que de ahí en adelante deberán ser los artífices de su propio destino.
No soy sociólogo ni psicólogo ni mucho menos astrólogo, de modo que no me atrevo a formular tajantes pronósticos sobre el rumbo que irán tomando las sucesivas capas de jóvenes cuando estemos instalados en el próximo siglo. No obstante, me atrevo a recurrir a una experiencia personal y gremial (del gremio de los poetas, ¿por qué no?) que he ido recogiendo como un signo de algo, todavía no sé muy bien qué. Durante el ano 1994 he comprobado, en varias ciudades de AméricaLatina, la masiva asistencia de jóvenes a lecturas de poesía y también a recitales de cantantes populares cuyas letras no constan de una sola línea insustancial que se repite hasta el infinito, sino que dicen y proponen cosas, indagan en el amor, la existencia, la relación con el prójimo, los recovecos del poder.
A veces tengo la impresión de que vienen, con sus dudas al hombro, en busca de respuestas por parte del artista, pero se encuentran con que éste tiene y dice sus propias dudas y formula sus propias preguntas. Sin embargo, no salen con una sensación de fracaso o sumidos en una niebla de frustración. El saber que otros andan en lo mismo, dudando y preguntándose, y no agitando respuestas como axiomas o verdades reveladas, se convierte en un ejercicio de una solidaridad verdadera, con modestia y sin retórica. En fin de cuentas, ¿quién puede asegurar que del roce de dos dudas consistentes, tenaces, no surja en alguna afortunada ocasión el chispazo de, una respuesta válida?
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