Singular reactivación
La recuperacion económica es un hecho en toda Europa. De la mano de un sector exterior con un intenso dinamismo, las economías continentales han superado, antes de lo previsto, una de las recesiones más severas de las últimas décadas. Esa evidencia de cambio cíclico no parece transmitir, sin embargo, una alteración similar en las expectativas de todos los agentes económicos. La sensación de vulnerabilidad es grande y, en gran medida, justificada. Más allá de la incertidumbre política existente en algunos países, la recesión deja en amplias capas de la población un poso de inseguridad, que se manifiesta particularmente en la lenta recuperación del consumo privado frente al liderazgo ejercido en anteriores fases de expansión.La recesión ha dejado, en efecto, secuelas importantes, cuya superación en modo alguno está garantizada en los próximos años. La más explícita es ese desempleo que afecta al 11,6% de la población europea en condiciones y con voluntad de trabajar. El crecimiento económico previsto por la OCDE para Europa, del 3% y 3,2% en 1995 y 1996, respectivamente, no conseguirá reducir el desempleo por debajo del 11% en 1996. Aun cuando el crecimiento promedio de Europa se mantuviera en el 3% durante lo que resta de década, la tasa de paro no sería inferior al 9,6% en el año 2000. El convencimiento de que una parte significativa de ese desempleo no es precisamente cíclico contribuye a explicar las cautelas con que se contempla esta nueva fase de expansión económica en Europa.
La otra gran hipoteca que pesa sobre las economías europeas es el deterioro de sus finanzas públicas. Los déficit públicos presentan igualmente elevados componentes estructurales, de difícil reducción, confiando únicamente en la favorable evolución de los ingresos y gastos públicos asociada al mayor crecimiento económico. La magnitud de la deuda pública constituye, además de una restricción importante sobre las condiciones de financiación de la economía, un serio factor de inestabilidad financiera, como los mercados de ese tipo de títulos se han encargado de demostrar desde el pasado febrero.
Si se conviene en el elevado grado de determinación estructural de esos desequilibrios, en la dificultad para confiar su corrección a la recuperación en ciernes, la implicación no puede ser otra que la necesidad de afrontar en esas economías la realización de reformas del mismo carácter -en sus mercados, en sus instituciones y, en definitiva, en los comportamientos de los agentes económicos- que permitan eliminar esos lastres sobre un crecimiento que, además de estable, sea generador de empleo. Razones hay también en este punto para la intranquilidad. La pedagogía reformista dominante apunta de forma casi exclusiva a modificaciones que se traducirían en menores garantías de bienestar, al menos a corto plazo. La estabilidad en el empleo, el crecimiento de las rentas salariales y el mantenimiento de los niveles de protección social son percibidos como los principales amenazados por la aplicación de esas reformas.
La validez para la economía española de la descripción anterior, una vez sustituidas las cifras, sería absoluta. Si su elevado grado de integración explica esos perfiles cíclicos similares a los del resto de Europa es la intensidad de sus desequilibrios la que sigue distanciándola. Más allá de las renovadas diferencias registrales o interpretativas, la magnitud del desempleo en nuestro país se presenta como el principal elemento característico frente al conjunto de los países industrializados. La aplicación de la reforma laboral y la evidente contención de las rentas salariales no han mostrado hasta ahora sino tímidas señales de inflexión de esa tendencia devastadora de puestos de trabajo, sin que se aprecien reducciones significativas en la tasa de paro. Las posibilidades para reducir ese desequilibrio ya no cabe asociarlas mecánicamente a la consecución de grados adicionales de flexibilidad en el mercado de trabajo. Es preciso afrontar, con la misma decisión que se abordó la reciente reforma laboral, las correspondientes a otros mercados y sectores de cuya flexibilidad y apertura depende también la competitividad de la economía y su consiguiente capacidad para crear puestos de trabajo. Si necesario es a este respecto asumir gran parte de las recomendaciones del Tribunal de Defensa de la Competencia no lo es menos hacer lo propio con la necesidad de fortalecer ese otro factor de competitividad, la organización y gestión empresarial, que difícilmente puede confiarse a las autoridades económicas.
La evolución de la tasa de inflación de la economía española es relevante a este respecto. La contención de los costes del trabajo y del_capital, el descenso de la renta disponible de las familias y, en definitiva, la debilidad del consumo privado, con que se abandona la recesión española coexisten con tensiones en los precios que denuncian la existencia de situaciones distantes de la competencia en algunos mercados y, en general, de ineficiencias en nuestro sistema económico. Con el escepticismo que justifica la desviación respecto al objetivo, del 3,5% de variación de los precios al consumo, que el Gobierno había asumido en los Presupuestos para 1994, se contempla idéntico propósito reflejado en los que acaba de aprobar el Parlamento para 1995. Lamentablemente, la crispación política existente ha desplazado de la atención el proceso de discusión parlamentaria de esa guía fundamental en la acción económica del Gobierno que son los Presupuestos. Se han pasado por alto las mejoras en su proceso de elaboración y en. su ejecución y, en todo caso, no ha sido posible, un año más, identificar con el suficiente grado de concreción las propuestas de que disponen los partidos políticos que aspiran a relevar al actual Gobierno.
La elocuencia con que los mercados financieros muestran en estos días la percepción del riesgo español es en gran medida el resultado del agotamiento de la capacidad del Gobierno para afrontar las consecuencias de sus propias acciones, pero también (le la incertidumbre con que se contempla el probable relevo. Un escenario, el que se abre para la economía española en 1995, en el que esas circunstancias comunes al resto de Europa que singularizan genéricamente la actual frase de recuperación se sobreponen a la peor de las situaciones políticas desde que el actual partido está en el poder.
Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la UAM y consejero delegado de Analistas Financieros Internacionales.
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