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Contra la risa

Antonio Muñoz Molina

Ya va dando un poco de asco, tanta gracia en todas partes, tantos individuos contando chistes, a ser posible con acento andaluz, que es el acento más gracioso de todos, según puede comprobar cualquiera que conecte la radio o la televisión oficiales de Andalucía, en las que nunca falta un locutor gracioso, una cantante folclórica que proclame su devoción rociera y su pasión por las sevillanas, arte además ennoblecido nada menos que por el ceñudo Carlos Saura. Para estar al día hay que contar chascarrillos y llevar la cuenta de las celebridades que van ingresando en la cárcel, y en todas partes se oye una mezcla de carcajadas bruscas de final de chiste y de rumores sobre estafas, conspiraciones y crímenes que a su vez pueden acabar convirtiéndose en materia para otros chistes nuevos, no en vano somos españoles, y uno de los rasgos culturales que nos caracterizan es el ingenio, sobre todo si, además de españoles, somos andaluces.Arrecia ahora un chantajismo de la gracia que yo imaginaba abolido, una coacción de la risa que lo devuelve a uno a esos tiempos en que lo remordía como una culpa la incapacidad de reírse haciendo coro a los de más o de batir palmas con el ritmo debido. En la adolescencia padece uno extremos ocultos de dolor por no ser guapo o no ser ágil, pero también por no ser divertido. Los dos primeros infortunios se van mitigando con los años, pero el tercero se vuelve más grave cada día, dado que no hay delito que se perdone menos que el de la apariencia de seriedad o la amenaza de aburrimiento. En la escuela, lo que tienen que hacer los niños no es aprender, sino divertirse, y si se les enseña algo conviene que sea mediante procedimientos lúdicos. Los libros, las clases de literatura, las exposiciones, los museos, los programas de televisión, incluso los sermones dominicales, supongo, han de ser ante todo divertidos, no sea que el alumno se aburra, que el espectador se marche de la sala, que el visitante del museo lo encuentre opresivamente serio, que el espectador deserte hacia otra cadena o el devoto hacia otra religión.

En las universidades americanas los alumnos califican al final de cada semestre a los profesores. Uno puede saber mucho de Virgilio o de Shakespeare, y explicarlos con entusiasmo y dedicación, pero si los alumnos encuentran que se aburren en sus clases, o que uno es demasiado serio, o que cuesta trabajo entenderle, uno corre el peligro de merecer una calificación desastrosa. Así que hay profesores que entran en la clase como un showman en un estudio de televisión, y rebajan cada pocos minutos sus disertaciones con un chiste, igual que hacen los políticos en sus discursos.

La vida acaba teniendo una banda sonora de risas preparadas, un audímetro que controla la intensidad de las carcajadas y los aplausos y determina segundo a segundo los índices de audiencia: ya no hay que ser sublimes sin interrupción, sino chistosos sin descanso, y perder la popularidad es más imperdonable que perder la vergüenza. Hace años, en un programa simpático de la televisión al que me llevó mi inexperiencia, el presentador aprovechó un número musical para quitarse la sonrisa como si se quitara temporalmente la dentadura postiza y me reprochó la expresión seria de mi cara:

- Sonríe, cabrón.

Habría que empezar a practicar una disidencia del chiste, una objeción de conciencia respecto a la unanimidad intolerante de la carcajada. Igual que uno tiene el derecho a callar ante la policía también lo tiene uno a no reírse obligatoriamente y a no ser gracioso, aun en el caso extremo de que uno sea andaluz. En el contador incesante de chistes hay una cosa frenética que desagrada siempre, un patetismo de bufón ansioso que nos devuelve a lo peor del pasado, a las barras de los bares con serrín mojado en el suelo y calendarios de mujeres desnudas, a las tertulias de hombres solos con aliento a tabaco y coñac, palillo de dientes y baraja de cartas.

En los chistes, como en las anécdotas chismosas que a los literatos les gusta tanto contar, la risa siempre es a costa de alguien, y cuanto más débil es la víctima y más cruel la historia más recias son las carcajadas. El otro día, en la televisión pública, un par de graciosos andaluces vestidos de mujer hacían chistes de cojos, como en la posguerra. Los chistes de cojos o de negros, de chinos, de maricones, de monjas que quieren ser violadas, etcétera. Cuando yo estuve en Argentina hace unos meses el libro más vendido era una colección de chistes de gallegos, es decir, de emigrantes españoles, y eran más o menos, los mismos chistes que se cuentan aquí de los sudacas, o en Estados Unidos de los polacos, o en Polonia de los rusos, siempre los mismos chistes de los leperos o de los tontos, los que se contaron del Príncipe y luego de Morán, porque lo peor de los chistes es que ya están todos usados, que nos los sabemos, que dan náuseas de haberlos oído veces, desde hace tantos años y, encima, fingir que hacen gracia, no vaya a parecer que no tenemos sentido del humor.

Una de las mejores novelas de Vladimir Nabokov, Pnin, es a la vez una defensa de la ironía y una refutación de la risa cruel, de la injusticia de convertir a alguien en personaje de chiste, en una de esas figuras sobre las que todo el mundo se siente autorizado a hacer bromas y a repetir anécdotas. Al principio de la novela, guiado por la agudeza de la voz narradora, el lector se ríe de Pnin, de su cabeza calva, de su acento ridículo, de sus ropas absurdas: la risa se detiene en seco cuando descubrimos con remordimiento y ternura la humanidad de Pnin, que es mucho más digna y más honda que la de quienes se ríen de él. Pero es otro héroe de la ironia y otra víctima de las carcajadas, don Quijote, quien lo explicó mejor que nadie: "Es mucha sandez además la risa que de leve causa procede".

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