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Por el respeto de las reglas

No sabría decir qué es lo que más sorprende de lo que está pasando: si la evidencia ya difícilmente contestable del tamaño de la cloaca; la apología de alguna gravísima clase de delincuencia y la invitación a una cierta revuelta antiinstitucional, bajo forma de solidaridad con los nuevos imputados de los GAL, a cargo de un ex ministro y diputado; la criminalización de Garzón por algunos medios (políticos y de información); el recurso al gastado procedimiento de hacer pasar la cuestión como de Estado para llamar a un sospechoso ejercicio de comprensión ciudadana que huele a berlusconiano colpo di spugna; o el caso en sí, del que parece que va camino de confirmarse algo que era un secreto a voces.Lo primero, debo confesar que me encuentra curado de espanto. Hace tiempo que hay datos más que sobrados para pensar que aquí no ha faltado de nada en materia de transgresiones; y otros tantos que podrían abonar la impresión de que éstas parecen hallar continuidad en una exuberante tendencia a la elusión de responsabilidades políticas. Y ¡mira que se conjuga el verbo asumir!

La locuacidad del ex ministro y diputado colma en cambio cualquier capacidad de sorpresa. Podrá aceptarse que no ocurrió nada, e incluso que, si ocurrió, él no tendría que ver con el asunto; al fin y al cabo, sólo pasaba por allí. Pero ¿en uso de qué código de reglas se puede sembrar dudas en la ciudadanía acerca de la maldad intrínseca de usos criminales como los que ahora son objeto de investigación? Y, si alguien puede, como parece, ¿dónde, cuándo y quién tendría que marcar el límite? Claro que quizá sea demasiado suponer que en esa insensata cultura extraconstitucional y prepolítica pueda. tener cabida la misma idea de límite, o de otro límite que no fuera el interés del amigo y la resistencia física del enemigo.

El tipo de satanización de Garzón que se está intentando, de puro fácil, tendría que producir sonrojo (dudo que sea momento para hablar de vergüenza) en quienes la protagonizan. Sobre todo si se piensa que algunos de los que ahora esparcen dudas son juristas y otros aplaudieron la operación número 2. Ésta sí pudo realmente cuestionarse, por burdamente instrumental del lado del partido contratante, y por llamativamente incoherente de parte del juez fichado. También podrá opinarse, como se ha opinado largo y tendido sobre el culebrón de las vicisitudes posteriores. Asimismo, me parece que hay buenas razones para interrogarse -en línea de principio- acerca de la conveniencia de que los jueces tengan tan franco el acceso a la política activa y el retorno de ésta a la función de origen. O que hombres de partido puedan acceder desde la condición de tales, como lo hace posible en algunos casos la actual Ley Orgánica del Poder Judicial, al ejercicio de la jurisdicción. Y no por una cuestión de supuestas bondades o maldades inmanentes, sino por la conveniencia de que uno y otro ámbito permanezcan eficazmente separados, como lo requiera un juego de contrapesos, tan constitucional como, lamentablemente, poco operativo en nuestra realidad política de estos años.

Ahora bien, cuando el marco legal permite hacer lo que hicieron González y Garzón y deshacer como éste, después, deshizo, algunos argumentos fundados en supuestas incompatibilidades, sólo podrían entenderse por razón de nervios. Porque, ¿tendrá algo que ver la prohibición de rentabilizar para fines privados los conocimientos o la capacidad de influencia adquiridos durante el desempeño de un cargo, con el uso eventual, en el ejercicio de una función pública y con fines públicos, de datos obtenidos en otro momento diferente de la misma?

Si Garzón tuvo como político, a su paso por Interior, información sobre los GAL, lo censurable no es que hiciera ahora uso de ella, sino que no hubiera denunciado entonces. Porque la de denunciar es una obligación incondicionada que pesa en todo tiempo y sobre todos los que tengan conocimiento de alguna actividad delictiva perseguible, de oficio. Y más si ese conocimiento se debe al hecho de ocupar una posición tan privilegiada al respecto, como la que siempre deparan, desde el punto de vista de la información, los puestos de responsabilidad en ese ministerio. Por eso, el reproche, latente en algunas críticas dirigidas a Garzón, de supuesta ruptura de algún pacto de omertá implícito en la condición de ex-hombre-de-Interior no pasa de ser un disparate. Como lo es también difundir sombras sobre su actividad actual de instructor fundadas en sus afectos o desafectos políticos.Así las cosas, el único cuestionamiento admisible y verdaderamente preocupante sería el que tuviera por fundamento la inconsistencia de los indicios que han podido servir de base a decisiones tan impactantes como las que se han adoptado en este nuevo sumario sobre los GAL. Pero, curiosamente, sobre esto nadie parece abrigar la menor duda. Y ¿sin embargo?

Sin embargo, es evidente la convergencia de diversos intentos de deslegitimación de una actuación que tiene todos los visos de parecer irreprochable desde el punto de vista de la legalidad. De la legalidad constitucional vigente, no se olvide. Uno de aquéllos, el más grave por más insidioso, es el que opera a través de la sugerencia de que estas últimas incidencias judiciales crean un verdadero problema de Estado. Pero con una singular inflexión: lo que pondría en peligro el equilibrio estatal no es la aparatosa acumulación de ilegalidad criminal en puntos nucleares del sistema institucional, sino su descubrimiento, su persecución desde el Código Penal. Lo que, según eso, parece que le sienta mal al Estado no son los GAL, ni la depredación del dinero público, ni las complicidades o encubrimientos también públicos, sino el hecho de que un juez investigue los crímenes de los GAL y el uso delincuente de los fondos reservados. Sorprendente concepción de la salud estatal y del mismo Estado. Que ciertamente no tendría por qué sorprender, pues ¿cómo no recordar ahora otra preocupación de Estado: la provocada en su día por la juez Huerta y resuelta en aquella -se supone que- saludable singular clave de terapia política hace bien poco, por vía de indulto?

La situación es lo suficientemente grave, como para no escatimar preocupaciones, pero éstas tendrían que ser de índole muy diversa de la de algunas que vemos prodigarse. Y entre ellas hay una que me parece tiene motivos para ocupar un lugar preferente. Es la preocupación por la profunda inefectividad del universo de valores civiles formalmente vigentes; por la instrumentalización de instituciones y recursos públicos en función de mezquinos intereses partidarios o particulares; por las pesadísimas hipotecas que, a estas alturas de la transición, siguen lastrando el desarrollo democrático de este país.

Creo, sinceramente, que no será fácil salir del atolladero. Pero si en una situación como la actual no acaba por prevalecer el respeto de las reglas, y por imponerse un recto sentido de lo público -que tiene bien poco que ver con cierta idea patrimonial del Estado-, la salida puede llegar a hacerse realmente imposible

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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