Los estragos de Onán
Acusada de querer introducir un curso de masturbación en las escuelas públicas, de Estados Unidos, acaba de ser defenestrada de su cargo la Ministra de Salud del. Gobierno de Clinton, doctora Joycelyn Elders. Sin esa magnífica mujer allí, la colección de calamidades que conforman el Gabinete norteamericano se volverá también aburridísima. Era ella la que ponía siempre la nota de color en ese grisáceo equipo, provocando, de tanto en tanto, escándalos monumentales con su temeraria franqueza y sus empeños reformistas.Hasta ahora el Presidente la había respaldado, pero luego de la aplastante victoria del Partido Republicano en las elecciones legislativas, ya no se atrevió a hacerlo. Por lo demás, los despojos de la aguerrida ministra que Clinton le ha lanzado, sólo aplacarán momentáneamente a la jauría conservadora -me refiero a la llamada "derecha religiosa", de creciente influencia entre los republicanos- que ha tomado posesión de ambas cámaras decidida a purgar toda la Administración de "liberales" y con la fuerza necesaria para hacerlo. Es sabido la confusión y los malentendidos que en inglés genera la palabra liberal, que ha perdido en Estados Unidos su sentido, clásico de persona partidaria de la democracia política, de la libertad de ideas y de costumbres y del mercado, y adquirido la de radical de izquierda y aun socialista. La exministra es una liberal en la acepción británica y decimonónica de la palabra, y lo es, también, de un modo muy propio, en la versión contemporánea estadounidense, debido a su radicalismo y pasión libertaria.
A ello se debe mi simpatía por la doctora Elders, no a que yo crea que el dinero de los contribuyentes norteamericanos deba derrocharse en profesores que hagan perder el tiempo a los niños de ese país tomándoles exámenes sobre la teoría y la práctica, de los placeres solitarios. Ella tampoco lo cree, pues la declaración del escándalo, que yo he escuchado en la televisión, se limita a decir que, dado que el tema concierne a la gente joven, debería ser también abordado en las aulas escolares. Deducir de ello que la Ministra urdía una siniestra intriga para arrojar a la puericia estadounidense en brazos de Onán -Se han dicho cosas así y aún peores- es exagerado. Y tonto, pues es obvio que, a menos de haber nacido aquejada de taras abstinenciales o ser un paradigma de insensibilidad, toda criatura normal adquiere pronto, sin necesidad de monitores, los conocimientos que hacen falta para aprobar esta asignatura manual con notas, sobresalientes.
En verdad, ha sido un pretexto. Esta ministra sin pelos en la lengua, que se empeñó siempre en decir lo que pensaba y en hacer lo que decía, era una rara avis en el mundo de la política y fue desde el día de su nombramiento la bestia, negra de ese sector conservador, intolerante y obtuso en materias religiosas y morales y algo racista y xenófobo, que ha ido organizándose calle por calle y barrio por barrio hasta cobrar una fuerza electoral decisiva, como se ha visto en los últimos comicios. Ese sector tradicional, provinciano, patriotero y pudibundo, sentía que le crujían los huesos de indignación cuando la doctora Elders hacía declaraciones como ésta, reciente, en una entrevista al U. S. News & Report: "Si sintiera que de ese modo podría lograr que los jóvenes usen preservativos, no vacilaría en ponerme una corona de condenes en la cabeza y no me la quitaría nunca más".
No se trata de una mujer desesperada por llamar la atención, sino de alguien que vivió en carne propia los terribles problemas de la marginación y la pobreza -nacida en una choza campesina, pasó buena parte de su juventud en los ghettos negros urbanos-, consiguió gracias a su esfuerzo educarse y graduarse de médica y decidió consagrar su vida al servicio público convencida de que el sistema democrático dispone de los recursos adecuados para combatir las plagas que devastan a los sectores menos favorecidos de la sociedad: el desempleo, la deficiente educación, el narcotráfico, la violencia, la discriminación de la mujer y de las minorías sexuales. Aunque siempre acompañada de controversias y hostilidad por sus maneras desinhibidas y su total carencia de tacto a la hora de enfrentar a un auditorio -de ella sí se puede decir que nunca incurrió en la virtud diplomática de hablar a media voz-, su carrera pública ha dejado una estela de logros impresionantes y le ha ganado tanto respeto y admiración como las enemistades que supo siempre generar en aquellos sectores recalcitrantes opuestos al progreso y a la modernidad.
Como Directora de Salud en Arkansas introdujo cursos de, educación sexual en las escuelas, parte de una campaña de prevención contra el sida tan eficaz que luego ha sido imitada en casi todos los otros Estados, e impulsó un programa de planeamiento familiar para prestar asesoría y servicios a todas las mujeres que lo requiriesen de modo que nadie, en el área bajo su responsabilidad, tuviera más hijos de los que realmente quería y podía tener. Con la misma tranquila convicción con que resistió los feroces ataques de las Iglesias y las organizaciones laicas antia-bortistas -algunos de cuyos militantes como es sabido no vacilan en recurrir al crimen en defensa de sus campañas "Pro Vida"-, supo también resistir las presiones de los fabricantes de tabaco opuestos a su política de divulgación masiva de hallazgos científicos sobre los estragos de la nicotina.
Desde que asumió el Ministerio de Salud fue muy clara sobre lo que se proponía hacer. A los senadores que la entrevistaron, les advirtió: "Quiero ser la voz y los ojos de los pobres y desamparados de esta sociedad". Lo fue, tomando iniciativas y haciendo propuestas que a menudo iban mucho más lejos de lo que el Gobierno de Clinton estaba dispuesto a hacer. Así, fue el primer funcionario norteamericano de ese rango en reconocer el fracaso de la política de represión del consumo de las drogas y en proponer su legalización, a fin de acabar con la criminalidad que el narcotráfico genera -y que ensangrienta sobre todo a los barrios marginales y a los ghettos- y reorientar los gigantescos recursos ahora invertidos en la represión, en programas pedagógicos y preventivos y en la rehabilitación de las víctimas. En sus campañas dirigidas a los jóvenes para alertarlos sobre el sida urgiéndolos a practicar "el sexo sano", al conjunto de la sociedad para poner fin a los prejuicios y estereotipos raciales, religiosos y sexuales y mostrar comprensión y tolerancia para quien tiene, ideas, creencias, costumbres o pieles distintas a las nuestras, Joycelyn Elders fue siempre, para mí, un modelo -la personificación misma- de un político liberal.
La nuestra, que es una época de formidables malentendidos políticos, ha restringido el liberalismo a lo que es su exclusiva expresión económica: la reducción del Estado mediante la privatización de la riqueza y las políticas de mercado, en vez del intervencionismo y dirigismo estatales defendidos por socialistas y comunistas. Para el ideario liberal, el Estado pequeño y el libre mercado no tienen otro objeto que garantizar la prosperidad del conjunto social y la libertad de los individuos particulares, a los que la democracia política debe ir asegurando paralelamente márgenes siempre crecientes de autonomía y de iniciativa dentro de una coexistencia signada por el
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pluralismo y la tolerancia. Ahora bien, en Estados Unidos y en muchos otros países la defensa del Estado pequeño y del mercado libre se ha ido convirtiendo cada vez más en un monopolio de fuerzas políticas conservadoras, individuos o partidos que, en lo cultural, religioso, social y moral, por ejemplo, no son nada tolerantes y postulan tesis dirigistas, censoras, intervencionistas o nacionalistas que son la negación misma del espíritu y la doctrina liberal.
Y, al mismo tiempo, la defensa del pluralismo, la diversidad y la tolerancia en lo que se refiere a las instituciones y a las costumbres, ha ido apareciendo cada vez más como un rasgo definitorio de esa izquierda democrática que, en materia económica, sigue siendo enemiga del mercado, sospechosa de la propiedad privada, partidaria del Estado grande e intruso y convencida de que la justicia social consiste en la redistribución de la riqueza existente, aunque ello signifique asfixiar el sistema que la produce. Esta herencia ideológica de la utopía colectivista que aún impregna a tantos sectores políticos de izquierda tardará sin duda mucho más en desaparecer que los vestigios políticos que aún quedan de aquélla (Cuba, Corea del Norte, Vietnam).
Pero no pierdo las esperanzas de que, ahora que el comunismo dejó de ser el antagonista principal de la cultura democrática y que lo han sustituido en este papel el nacionalismo y los integrismos religiosos, poco a poco se vaya restableciendo, como consecuencia del nuevo ordenamiento de fuerzas, el verdadero rostro del liberalismo, como una propuesta indivisible de libertad política y libertad económica, que a la vez que defiende a los ciudadanos particulares contra los abusos e intromisiones del 'monstruo frío' del Estado, batalla incansablemente por los derechos de cada cual a elegir su destino y practicar sus ideas y costumbres con la máxima laxitud y la única limitación de no atropellar en el ejercicio de este derecho el de los otros.
Mi optimismo se debe, tal vez, a que acabo de pasar una semana en el Brasil, donde el triunfo electoral de Fernando Henrique Cardoso me parece representar exactamente ese espíritu progresista y profundamente justiciero del liberalismo clásico, que por su reducción a lo meramente económico ha terminado por estragarse en Estados Unidos y en muchos países europeos. No sé si al nuevo Presidente de Brasil el calificativo de liberal le haga gracia; pero conversando con él, escuchándolo y leyéndolo y oyendo lo que de él decían sus partidarios y adversarios, he pensado con entusiasmo, cada vez, lo mismo que ante cada uno de los exabruptos de la defenestrada doctora Joycelyn Elders: "No hay la menor duda, es uno de los nuestros".Copyright Mario vargas Llosa, 1994.Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1994.
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