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Chéjov despierta en la calle 42

Quienes nunca pudimos entrar en Manhattan y tuvimos que pisar el asfalto del sueño vertical con los ojos de los contempladores de películas, alguna noche, a través de alguna sábana blanca tendida, nos deslizamos, con la espalda apoyada en el muro de ladrillos rojos del callejón de entrada de los artistas, dentro (y allí nos quedamos para siempre) de algún viejo teatro de la calle 42.Ahora, los soñadores de lo que hace medio siglo fueron el Group Theatre y el Actor's Studio -cuando en aquél merodeaban Clifford Odets, Lee J. Cobb,. Nicholas Ray y John Garfield; y en éste no mangoneaba todavía el depredador de talentos. ajenos Lee Strasberg y eran sus señuelos Elia Kazan, Cheryl Crawford, Marlon Brando, Karl Malden y Maureen Stapleton- recuperamos en una película (de esa noble estirpe que esconde el orgullo detrás de una mirada humilde) el sagrado escenario del viejo teatro New Anisterdarri; y en sus ruinas vemos resucitar a un pariente del padre de Michael ChéJov (ruso neoyorquino y maestro de actores, que fue a su vez padre de aquel hervidero): Anton Chéjov y su Tío Vania, que no recuerdo qué buen perro rastreador del polvo de las tarimas llamó Tío Lear.

La película es Vania en la calle 42 y en ella Louis Malle, heredero universal de Jean Renoir, filma una representación de la tragedia de ChéJov, reescrita en inglés por David Mamet e interpretada por la compañía de André Gregory al compás del saxo triste de Joshua Redinan. Teatro hecho música fundida en cine. Probablemente más que teatro, más. que música, más -que cine: una conjunción de las tres cosas en un estadio superior, ése en el que el gozo de construir atraviesa la construcción y propaga el aroma del milagro de lo que no tiene, ni necesita, antecendentes y no tendrá, ni busca, consecuentes. Si el teatro se muere, si el cine se desangra, si el jazz se devora a sí mismo, si los tres son ya formas espectrales de sucesos sucedidos, pasiones tautológicas, aquí enlazan esas carencias y del nudo que las ata brota plenitud, nada menos que plenitud.

La película se estrenará pronto en España y habrá que entrar en las minucias de la perfección de sus encuadres y en el milimétrico acoplamiento de la cadencia de filmación con las ondulaciones del tiempo por donde se mueve el trozo de vida filmado. Pero mientras llega es tiempo de hablar de otro acoplamiento: el de nuestro tiempo con el del drama de ChéJov, un ruso de finales del siglo pasado que indagó con ojos cansados en los rincones oscuros del silencio humano y que, cuando habló, convoco palabras sin oquedades sonoras, sin vuelo declamatorio, y no obstante convertidas en susurro de sonoridades tan altas, que su voz baja, su voz muy baja, alcanza sin decir un solo grito las tonantes alturas de la furia desatada por Shakespeare, las cumbres roncas del rencor judío de Fernando de Rojas, los vendavales verbales de Eurípides. Y esto ocurre ahora mismo, en el suceso arrancado por una cámara de un teatro semiderruido y con las grietas abiertas a las aceras de la calle 42, en el corazón del corazón de Occidente, donde otra vez la escena se reconstruye a sí misma con la materia dócil de sus cenizas.

Si ése es otro signo de la muerte del teatro, bienvenida sea ésta, porque respira aire bautismal pues, en las esquinas de los escombros del New Amsterdam, resuena de nuevo, como la queja de un recién nacido, la música hablada de Chéjov, hecha otra vez voz del mundo, pues ahora, cuando no sé quiénes que se llaman a sí mismos, sin sentirse chistes, vivientes, gente moderna; y ofrecen como tarjeta de identidad esa viejísima y averiada mercancía conceptual que tiene el candor de decir que este nuestro tiempo arranca de cero y que sus pobladores no contamos con un pasado, consolador o desolador, al que acudir como espejo de lo que nos ocurre y, sobre todo, de lo que no nos ocurre, hay algo en el murmullo de ChéJov, traducido por Mamet, ritmado por Joshua Redirían, dicho por los actores de Gregory y filmado de rodillas por Malle, que suena a burlón y contundente corte de mangas.

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