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Religión y diplomacia

De las muchas cosas que me han ocurrido mientras he sido rector de una universidad española, una de las más sorprendentes ha sido el tratamiento especial con el que es obligatorio singularizar una especial asignatura. La inclusión o no, la extensión y el contenido de todas las asignaturas de todos los planes de estudios, con' esa única excepción, se debatían y se debaten, en la Universidad o en el Consejo de Universidades, en base a sus virtudes formativas para el futuro titulado; o, menos gloriosamente, en función de intereses académicos, profesionales o personales.Del mismo modo, los profesores que han de impartir todas esas asignaturas de todas esas carreras, con la única misma excepción, son enrolados en base a procedimientos pensados para contrastar sus méritos docentes e investigadores, aunque con frecuencia utilizados, también menos gloriosamente, para resolver conflictos de área o de escuela. Como puede verse, no del todo brillante, pero bastante humano.

Esa excepción, esa asignatura con status especial a la que no podían aplicarse los criterios generales, era la Religión en las escuelas de magisterio. Su presencia en los currículos y la selección de sus profesores no vienen determinadas por los procedimientos, demasiado humanos, antes descritos, sino por lo establecido en un tratado internacional con otro país, con la Santa Sede.

Durante las muchas peripecias y no pocos problemas en relación con la dichosa asignatura, no recuerdo que se mencionaran argumentos de conveniencia pedagógica, o de idoneidad del profesorado; ni siquiera aquellos menos presentables académica mente a los que antes me refería y que, aun de forma bastarda, al guna relación tienen con la enseñanza. La argumentación era secamente jurídica y diplomática. Las autoridades españolas habían pactado, al más alto nivel de formalidad, con las de otro Estado, una parte del currículo que obligatoriamente debía figurar en los programas de las universidades. No que todos los alumnos tengan que seguirla, ya que se configura como una asignatura optativa, sino que obligatoriamente debe figurar en los planes de estudio. En cuanto a los profesores, son nombrados según un procedimiento especial en el que interviene el obispo o arzobispo con jurisdicción sobre el territorio en el que esté ubicada esa universidad; nada que ver con los procedimientos que se aplican para la selección de todos los demás profesores.

Es, pues, natural que la discusión se circunscribiese a interpretar la letra del tratado, a descifrar el significado del adjetivo "fundamental" que en él figura y a otras interesantes cuestiones por el estilo. Lo de 'Tundamental", que, como veremos, traerá cola, puede tener una cierta significación en un contexto académico, de natural poco riguroso, pero en el diplomático, por fuerza más serio y preciso, no resulta tan fácil de definir. Siempre me preguntaba, en esos trances, cómo era posible que un Estado soberano pudiera ceder a otro distinto la autoridad, aun parcial, en cuestiones de educación pública de sus jóvenes.

Las Matemáticas, pongo por caso, están en los programas porque las universidades, ministerio, Consejo de Universidades y otras instituciones públicas, nacionales y mundanas, así lo consideran conveniente. No goza dicha importante asignatura de esa bula especial, dicho sea en sentido literal, que protege a la asignatura de Religión. Todo es discutible en los planes de estudios, como demasiado sé por experiencia; desde luego, la misma presencia, o el volumen de enseñanza de. Lengua o Matemáticas en las distintas carreras. Todo menos la Religión, que se eleva, con su rango diplomático, por encima de lo simplemente pedagógico. Tengo la sospecha, por no decir la certeza, de que hay Estados extranjeros que valoran y defienden la enseñanza de las Matemáticas, por seguir con el ejemplo, más que el nuestro, pero no creo que ni su más férviente partidario admita que su regulación sea competencia de ese otro hipotético Estado, instrumentada a través de un tratado internacional. Asisto en estos momentos, más escaldado que perplejo, a una discusión parecida sobre la enseñanza de la Religión en los colegios. De nuevo la casuística diplomática sobre la discusión en términos de interés docente; los contenidos del Concordato por encima de los contenidos de la escuela. Vuelvo a leer, en palabras casi textuales de un obispo español, empleándose con celo diplomático ejemplar, que de lo que se trata es de que España cumpla los mandatos que emanan de su acuerdo con la Santa Sede. Lo demás, al parecer, son ganas de marear la perdiz. La cosa se complica, como decía antes, con la consideración de asignatura 'Tundamental", que necesita de una concreción que no se oponga al tan mentado tratado internacional, no importa que se oponga al sentido común. Y con algo todavía más complicado y abstruso, algo que, a mi juicio, sobrepasa ya ampliamente lo tolerable en cuanto a explotación de las posibilidades contenidas en su articulado; me refiero a la suerte de los alumnos que decidan no seguir la asignatura de Religión Católica. No basta con dar a entender que las autoridades libremente elegidas por los ciudadanos españoles necesitan de la coacción 'exterior, por vía diplomática en este caso, para defender la libertad religiosa de dichos ciudadanos, ni que dicha libertad religiosa se concrete en poner a disposición el(,- la enseñanza de la Religión Católica los colegios públicos en horario oficial; se trata, además, de actuar sobre quienes, en uso. de esa libertad religiosa, no deseen recibir dicha enseñanza.

No deben estar muy seguros los obispos de la conducta responsable de su grey. No deben confiar demasiado en la fortaleza de sus convicciones cuando todo su empeño se concentra en que el Estado obligue a los niños cuyas familias hayan elegido no cursar la asignatura de Religión Católica a que permanezcan en el colegio, y a que reciban otro tipo de enseñanza, no menos "fundamental", además. Comprendo las razones de los obispos, que tienen más que ver con su desconfianza en los propios rieles que con cualquier otra cosa de las que se arguyen, pero me parece escandaloso que para supuestamente defender unas libertades que nunca han estado amenazadas, otras sean puestas en cuestión. Dicho sea de paso, nunca ha estado mejor protegida la libertad religiosa de todos los ciudadanos españoles como lo está en la actualidad- precisamente, a mi juicio, porque es en la actualidad cuando el Estado está menos sujeto a la influencia de la Iglesia católica. De lo que se trata con semejante pretensión es, ni más ni menos, de establecer una especie de prestación social sustitutoria para los niños que no deseen recibir enseñanza religiosa. Tiene todas las características de esa prestación, pero se ubica en un marco radicalmente diferente, por lo que, es radicalmente inapropiado. En efecto, el servicio militar es, por el momento, una obligación, un deber de modo que quienes, por motivos de conciencia, no quieran ejercerlo en la forma, digamos . ordinaria, * vienen obligados a una contraprestación equivalente. Independientemente el(,, la contestación social que ese tipo de deberes suscita, con contrapartidas o sin ellas, lo que sería francamente ridículo es que se considerara el servicio militar como un derecho, algo a lo que se pudiera libremente optar, y al mismo tiempo, se mantuviera, con carácter obligatorio, la prestación sustitutoria.

Pues bien, la enseñanza religiosa es un derecho, pero no un deber, por lo que establecer prestaciones sustitutorias para quienes no quieran acogerse a ese derecho carece por completo de lógica. Inevitablemente se conculcan los derechos de otros. Es, en todo caso, significativa la confusión, en la mente de los obispos, de derechos y deberes. Y tengo la impresión de que no acaban de comprender, o de aceptar, que vivimos en un Estado laico, que pueden difundir con todos los medios lícitos a su alcance su mensaje, pero que deben respetar la opción de quienes se consideran ajenos a ese mensaje. No deben seguir pensando, como lo hacían en el pasado, que el Estado está, entre otras cosas, para organizar coercitivamente la sociedad de acuerdo con sus doctrinas ni, cuando esto no es ya posi

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ble, para dificultar la vida, o hacérsela incómoda, a los ciudadanos que no quieran seguirlas. Conozco personas, amigos míos, que intentan justificar de buena fe la enseñanza sustitutoria en base a sus contenidos. Historia de las Religiones, Ética, o cualesquiera otras materias por el estilo, son interesantes, se afirma, para los niños que no cursen Religión Católica. Tan interesantes que deben ser obligatorias para éstos. No pongo en cuestión su interés; simplemente razono que, si son tan interesantes, lo serán también para los niños que cursen la Religión Católica, a los que de ningún modo debería privarse de conocimientos que se consideran imprescindibles.

Se mire como se mire, se llega siempre a una contradicción insalvable; la que se deriva del hecho de que si la enseñanza religiosa es consecuencia del ejercicio de un derecho, por definición será siempre una enseñanza a cursar además de las que obligatoriamente cursen, éstas no como derecho, sino como obligación, todos los niños matriculados en los colegios, sean de la confesión religiosa que sean.

La libertad religiosa no puede ser puesta en cuestión. Les aseguro a los señores obispos que no es necesario que esté contenida en un tratado internacional para que un país democrático la garantice, y para que los ciudadanos demócratas exijamos que se ejerza sin cortapisas. Que esa libertad religiosa se concrete, además, en que se utilicen medios públicos, colegios y profesores, para la enseñanza de una determinada religión es ya más discutible; discutible, aunque, mientras el Concordato que así lo impone siga en vigor y sea declarado compatible con la Constitución, debe ser acatada. Pero que del ejercicio de la libertad religiosa de los católicos se deriven obligaciones para los que no lo son, eso no lo puede decir ni el Concordato.

Cayetano López es catedrático de Física de la Universidad Autónoma de Madrid.

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