Un cura socarrón y santo
"Ah, pero es usted muy joven...". Recuerdo a monseñor Tarancón hace algo así como 15 años, mirándome tras aparecer por la salita de recibir de su residencia con su invariable pitillo en la mano. Yo era director general de Bellas Artes y en esos momentos, en que empezaba a despertarse el interés por la protección del patrimonio histórico, solía enviar telegramas impertinentísimos a todo tipo de autoridades civiles y religiosas indicándoles lo que debían hacer. Eso me ganó la indignación de algún obispo, y hubo quien me indico que convenía que yo visitara al presidente de la Conferencia Episcopal. Después de encontrar en la frase transcrita la clave de mi actitud, hablamos un rato de cosas variadas que nada tenían que ver con el caso y finalmente me sugirió que en vez de enviar telegramas hablara por teléfono y procurara no crear asperezas porque, en definitiva, iba a encontrar toda la ayuda que pedía.Ése fue el estilo de Tarancón en su relación con el poder civil durante el final del franquismo y la transición democrática, y por eso cito esa minúscula anécdota. Nacía, de manera espontánea, de una forma de ser que él mismo le describió a Martín Descalzo: se sentía como un labrador valenciano, capaz de darse cuenta de por dónde soplaban los vientos y aplicaba a la solución de los problemas una sabiduría que nacía del apego al terruño, de la ironía y de la capacidad de ver las cosas con despego. Hoy, cuando nos deja, se recordará de manera especial el papel importantísimo que jugó en la transición política con esas dotes personales y una línea serena y firme a la vez, ideal para el complicado momento colectivo que vivimos los españoles.
Pero, aun siendo esto muy cierto, Tarancón, sin embargo, representará mucho más en la historia de España. Antes, bastante antes de pilotar a la Iglesia española en el difícil trance del periodo 1975-1977, supo dirigirla en su propia transición tras el Concilio Vaticano. Aquella era una Iglesia de densa tradición integrista, traumatizada por la guerra civil, en escasa sintonía con Roma en muchos aspectos, rural -de los 80 obispos sólo 14 habían nacido en capitales de provincia- y muy alejada de una cultura católica moderna.
Cuando Tarancón asumió la presidencia de la Conferencia Episcopal, los nuevos aires que venían del Concilio habían producido una tensión interna en el mundo eclesiástico tan grave que dos de cada tres sacerdotes estaban en desacuerdo con la jerarquía, según recuerda Martín Patino. El cardenal supo, mucho antes que se produjera el cambio político, liderar una transformación que era, al mismo tiempo, imprescindible y difícil. Lo hizo mediante documentos muy significativos (Iglesia y comunidad política, 1973), pero también pasando por trances muy duros, en especial en el año 1972, el más tenso en las relaciones entre los dos poderes.
Sin duda había sido un obispo joven dotado de una sensibilidad social excepcional, pero, como revelan sus memorias, en realidad, en la primera parte de su vida estaba espontáneamente integrado en el régimen. Para él, la puesta al día debió ser toda una exigencia, pero supo cumplirla y lo hizo por motivos estrictamente religiosos. Lo que dijo en alguna ocasión acerca de Franco, al que encontró al final de su vida "más envejecido por dentro que por fuera", testimonia la distancia entre las actitudes de los dos personajes.
En la hora de la transición, Tarancón ya había cubierto una trayectoria que le colocaba en una situación óptima para servir a los intereses del catolicismo y de la sociedad española. Fue de la media docena de españoles que, por el papel eminente que ocupaba, pudo en determinados momentos (como aquella misa del Espíritu Santo en el momento inicial del reinado de Juan Carlos l) jugar un papel decisivo para suavizar todas las asperezas del proceso. No erró en aquel terreno en que su acción rozó lo político: defendió una separación de poderes que no supusiera indiferencia radical y extrajo de la experiencia del pasado la enseñanza de que era mejor que no se formara un partido confesional. Ha dejado, además, a la Iglesia española una generación de prelados que habían trabajado con él y que figuran entre lo más destacado del episcopado español.
Una visión superficial, hecha del recuerdo del "Tarancón, al paredón" de los ultras en 1973 y de su sabiduría socarrona para la vida pública, puede ofrecer de él una imagen distorsionada por completo. Nada tenía de florentino y politizado jerarca eclesiástico, sino que, como sabemos perfectamente quienes somos católicos, era, ante todo y sobre todo, un cura muy cura, cuya actividad pastoral, por ejemplo mediante sus artículos en Vida Nueva, ha sido incesante hasta el último momento. Estando con él descubrías que era, en el buen sentido de la palabra, bueno. En esa labor, además, demostró que no sólo había sido un excelente piloto en la transición, sino que era capaz de indicar el rumbo del futuro, consistente en presentar sin agresividad y con tolerancia, con estima de la fe propia y sin cobardía, una fe cristiana ofrecida como posibilidad al resto de los españoles.
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