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Inmigración ilegal y reacción penal

La muerte violenta de dos taxistas en Madrid y la cadena de reacciones suscitadas con tal motivo lanzan, también brutalmente, a los ojos atónitos de la ciudadanía consternada la evidencia cruda de uno de los aspectos más preocupantes de nuestra realidad en curso y potencian la actualidad de algunos viejos interrogantes.Por lo que se sabe, el homicida podría haber sido un inmigrante ilegal, además detenido en múltiples ocasiones por la policía y, evidentemente, puesto en libertad otras tantas, de modo que -el delegado del Gobierno en Madrid, implícitamente sugiere-, de haber sido mantenido en la cárcel por los jueces, no habría podido delinquir.

Como cabe advertir con la simple lectura de estos datos, de aparente neutralidad descriptiva, el menú con todos los clásicos ingredientes aptos para suscitar una indignada demanda de ley y orden está servido. Y es bien asequible a las ya conocidas y socorridas instrumentalizaciones que siempre posibilita una sensación colectiva de inseguridad. Tan fácilmente alimentable como manipulable.

En efecto, en un medio social como éste, cruzado por recurrentes pulsiones xenófobas, el argumento del extranjero marginal como potente factor de inseguridad ciudadana hace acto de presencia de forma extraordinariamente sugestiva. Junto a él, se renueva el cliché de eficacia policial versus lenidad de la justicia, mientras se abona el terreno a salidas en clave de ampliación indiscriminada de la respuesta represiva y se abre el camino a un discurso infracultural que incluye la añoranza de la pena capital, cuando no la reivindicación del linchamiento en su arsenal de supuestos argumentos.

Estos no resisten la prueba de los hechos, y no en vano lo mejor del pensamiento criminológico ha puesto de manifiesto que la relación entre la exasperación de la reacción penal y la neutralización de las actividades delictivas dista de ser lineal y mucho menos mecánica. Por el contrario, de atenernos a lo que ocurre en algunos países, de los que Estados Unidos es un buen ejemplo, la conclusión tendría que ser justamente la contraria: el más drástico de los instrumentos penales, la pena de muerte, potencia más que detiene la violencia homicida. O bien es, junto a ésta, una expresión más de la profundidad de la crisis social y de la irracionalidad de las formas institucionales de hacerle frente.

Es verdad que, dentro de una lógica al uso, en situaciones dramáticas como la que motiva estas líneas, el impulso más elemental lleva, según los actores, hacia la pendiente del talión o a un desesperado intento de desplazar sobre otros la responsabilidad del estado de cosas; y que los análisis racionales no venden, porque no son mercancía, cuando lamentablemente: todo está en el mercado. Pero es, precisamente, en momentos así cuando mayor y más intenso tendría que ser el esfuerzo para difundir valores consistentes en lugar de miseria moral y política, y cuando más tendría que buscarse un acercamiento explicativo, razonablemente sensato y auténtico, a la realidad conmocionada.

De esta última forma parte un número de inmigrantes ilegales que, aunque por razones de color y como efecto de un claro fenómeno de agrupamiento por guetización se hagan muy visibles en ciertos lugares -el centro de Madrid, por ejemplo-, es porcentualmente mucho más bajo del que cabe registrar en otros países de nuestro entorno. Es verdad que su situación administrativa de ilegalidad y la dinámica del mercado de trabajo los expulsa hacia la marginalidad más absoluta y hacia la desviación constituida por pequeñas formas de delincuencia. Y, asimismo, es cierto que este haz de variables y otras que de él se derivan constituyen el mejor caldo de cultivo para acciones de mayor lesividad potencial y real. Terriblemente real, en ocasiones, como acaba de verse.

Sin embargo, no es sostenible la afirmación de que hechos como el que da lugar a estas reflexiones se deban a la debilidad de la respuesta policial. Ésta, muy al contrario, se proyecta con extraordinaria intensidad -potenciada por una discrecionalidad que en la práctica es arbitrio- sobre aquellos grupos, cuyos integrantes soportan una fortísima presión represiva, que ahora cuenta incluso con el contundente respaldo normativo representado por la ley Corcuera.

Tampoco creo que pueda mantenerse con sensatez que los jueces españoles practiquen a placer la puesta en libertad de los detenidos por la policía, y menos como deporte. Al contrario, las cifras de presos preventivos dan cuenta de que existe un uso francamente generoso de la cárcel: porque éste va en el sentido de una persistente demanda social de seguridad, que emana de sectores sociales a los que pertenecen mayoritariamente los componentes de la magistratura. Y porque, incluso, muchas veces, hacerlo así es lo más cómodo y es un modo de operar que forma parte de una manera paternalista o incluso autoritaria, bastante generalizada, de entender y ejercer la jurisdicción. Por otro lado, no hay que perder de vista que los concernidos por esas medidas suelen ser los justiciables más indefensos y, por ello y por su degradado estatuto de ciudadanía, gozan de muy escasa capacidad de reacción y de muy pocas garantías.

No negare que existan discontinuidades en la relación funcional jueces-policía en algunos, o incluso bastantes, supuestos concretos (sobre los que no sería bueno -por más que pueda resultar políticamente rentable- pronunciarse indiscriminadamente, prescindiendo de la información y del análisis particularizado). Pero aunque alguna de aquéllas pudiera haber obstaculizado el desarrollo de uno o de muchos expedientes de expulsión, tampoco conviene engañarse: las expulsiones son muy difíciles, y muchas las que nunca llegan a materializarse. Además, hacer frente a la inmigración ilegal con la expulsión es un esfuerzo que se parece demasiado al de enfrentarse con un bote de conservas a los efectos de una vía de agua en plena línea de flotación. Por otra parte, se conoce muy bien que tales disfuncionalidades y, en general, el uso distorsionado de los mecanismos represivos, en realidad refuerzan la eficacia de éstos como instrumentos de control social -generalmente predelictual- en estado puro. Es decir, su condición extralegal de recursos directamente penalizadores, con lo que la dureza de la política penal llega, demasiadas veces, hasta extremos insoporta-

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Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

Inmigración ilegal y reacción penal

Viene de la página anteriorbles para quienes la padecen. Con todo, y no obstante el potencial destructivo acreditado por aquélla, su eficacia preventiva de ciertos actos delictivos graves es, como se ve, más que dudosa. (A pesar de que -y no pretenderé que ello sea un consuelo- éste es un país con tasas comparativamente bajas de violencia).

Puede parecer una paradoja y, en efecto, lo es, pero, al mismo tiempo, es lo que hay. Y se sabe. Porque se sabe que los efectos disuasorios de la amenaza de la pena no alcanzan nunca a contrarrestar de manera sensible las pulsiones hacia la lesión de determinados bienes jurídicos que alimentan o estimulan medios sociales como el nuestro actual, profundamente desocializadores, por desiguales e insolidarios. Como también es conocido que la posible influencia general-preventiva de carácter positivo -integradora- de semejante amenaza es más que discutible, y está en función del grado de legitimidad con que el sistema que la ejerce aparece ante sus destinatarios.

Por eso, en presencia de situaciones como la creada entre nosotros por una bolsa de marginación como la de los inmigrantes ilegales, con su inevitable secuela de ocasionales actos aislados de violencia -que no es seguro que, en condiciones equivalentes de segregación y de miseria, tengan una incidencia mayor en términos porcentuales que la atribuible a, en este caso, los indígenas-, el hecho de no contar con más recursos que los del Derecho Penal, en la degradada versión vigente, es una verdadera desgracia. Precisamente la desgracia que con más fundamento debería quitar el sueño a quienes tienen responsabilidades políticas, tanto de Gobierno como de oposición, y a cualquier ciudadano sensible.

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