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Por sus citas los conoceréis

La función desempeñada por las citas que esmaltan los libros políticos suele ir más allá de la tarea de reforzar sus flancos con argumentos de autoridad. Algunos lenguaraces publicistas -como el tremebundo Trevijano- obsequian a sus lectores con alardes de erudición involuntariamente cómicos, emulando al pavo real que despliega su cola multicolor con el propósito de impresionar a los visitantes del zoológico; ese viejo fantasmón de la política guineana y española, reconvertido en chalán bibliográfico de feria para vender milagrosos remedios presidencialistas y ungüentos regeneracionistas no menos prodigiosos, es un excelente ejemplo de la hortera petulancia exhibicionista a la que tan aficionados son los nuevos ricos de las letras.A otros autores les puede fallar -como a Mario Conde- el mecanismo de acopio de las citas a causa de su ex cesiva confianza en la probidad o la competencia del Cacho de turno encargado de buscarlas. El sistema atribuye a Octavio Paz (página 34) el conocido argumento de Karl Marx, y sobre la perennidad del arte griego desarrollado en su Introducción a la crítica de la economía política; Conde también se equivoca al confundir la obra del Premio Nobel mexicano (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe) con uno de sus capítulos ("Ensayo de restitución"). La causa de esa doble pifia es seguramente la utilización por Con de del método de lectura rápida, adecuado para preparar oposiciones o examinar balances pero impropio para leer, ensayos: porque Octavio Paz se limita a reproducir, dejando constancia expresa de su fuente, el famoso texto mar xiano sobre el aparente misterio de que las creaciones de los griegos continúen siendo "una fuente de goce estético" y "normas y modelos inalcanzables" (página 609).

Dijo Jesús a sus discípulos: por sus frutos conoceréis si el árbol es bueno o es malo (Mateo, 12, 33); por sus citas cabría adivinar también los propósitos de los libros escritos por los políticos. Los publicistas de la III Internacional dosificaban milimétricamente el número, la extensión y la colocación de las citas; Marx, Engels, Lenin y Stalin solían abrir el cortejo de los dioses menores en un Olimpo rígida inente jerarquizado. También la España oficial de la inmediata posguerra rendía culto obligado al canon nacional sindicalista: en los escritos falangistas, Franco escoltaba obligatoriamente a José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma. Pero la democratización y la secularización políticas han acabado con esas coerciones y hacen posible ahora una interpretación sintomática de las citas como guiños libres de los autores a sus lectores.

El reciente volumen de Aznar -España: la segunda transición- podría prestarse fácilmente a ese juego hermenéutico. El presidente del PP cambia las voluminosas guías telefónicas de Manuel Fraga y su apisonadora de calidades (al estilo de "afirma Hegel y confirma Dalmacio Negro") por una delgada selección de citas y buenos criterios para jerarquizarlas. La jubilación de jugadores veteranos se compensa con nuevos fichajes: en el altarcito de Aznar falta Manuel Azaña pero figuran tallas tan notables como Tocqueville, Ortega y Gasset, Cambó, Aron, Popper, Paz y Dahrendorf; y aunque la mención sea sólo una cortesía, siempre es de agradecer que Unamuno y Azorín sustituyan a Maeztu y Pemán en las devociones de un líder político. De juzgar la arboleda del PP sólo por las citas bibliográficas de su presidente, cabría concluir que la derecha española ha traspasado el punto de no retorno en su largo viaje desde el conservadurismo autoritario bendecido por el Derecho Público Cristiano hasta el pluralismo liberal democrático; habrá que aguardar, sin embargo, a la llegada de los populares, al poder para pronunciarse de manera definitiva sobre la calidad de sus frutos.

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