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La dignidad de España

Víctor Gómez Pin

A un interlocutor extrañado de que un político de convicciones tradicionales y patrióticas como De Gaulle hubiera propuesto la solución referendaria para Argelia, un colaborador del general respondía que éste, tras sopesar los sentimientos mayoritarios de la población del territorio africano, consideró que hacer abstracción de los mismos era contrario a la dignidad de Francia. Sería hoy injusto reducir los lazos de Francia con Argelia a la explotación colonial e ignorar que, durante mucho tiempo, resistentes antifascistas y militantes antirracistas, incluido el propio general, se reconocían en la pluma conmovida del oranés Albert Camus, para quien cabía un posible destino en común y resultaba punzante la renuncia al mismo. Sin embargo, si la historia de Francia pasaba por Argelia, no se agotaba en Argelia y el referéndum se adoptó en conformidad a la identidad de Francia y, desde luego, en su nombre, nombre a tal efecto perfectamente reconocido tanto por los responsables como por la población argelina.Hace unos meses, un político catalán acompañaba una declaración relativa a sus convicciones federalistas con una referencia a su ausencia de reservas para usar el vocablo "Espana", y calificaba de "cursilería" el conocido recurso ("Estado español") que trata de soslayarla. Dado el compromiso del señor Gutiérrez- Díaz con la defensa (durante la dictadura y tras ella) de las libertades colectivas y privadas, nadie con buen juicio vinculará sus palabras al menor entusiasmo por los artículos constitucionales relativos a los instrumentos que, en última instancia, garantizarían la unidad, erigida en axioma, tanto territorial como jurídica y lingüística de España. Dicho político se incluye con certeza en ese grupo numeroso de españoles que acata tales diposiciones sin considerarlas sagradas y que no se opondrían a una eventual modificación.

El problema evocado por el señor Gutiérrez Díaz va de facto mucho más allá de una retórica poco afortunada. Pues en ciertos contextos se ha llegado al extremo de que el vocablo "España" sea auténtico tabú, y un observador ajeno podría tener la impresión de que esta palabra se halla consensualmente identificada a algún tipo de indigencia. Todos somos conscientes de dónde reside la matriz del problema:

En Barcelona o en San Sebastián hay personas que ni se identifican como españoles ni estiman que deba considerarse a tales ciudades como parte de España; otras personas piensan lo contrario, entre ellos también catalanoparlantes y euskaldunes (quienes insisten, no obstante, en que España debería reconocerse mayormente en la pluralidad e interparidad de los que la constituyen).

Ambas posiciones tienen a priori la misma legitimidad democrática, a condición necesaria y suficiente de que al adoptar una de ellas no se excluya la legitimidad de la contraria. Tal no es quizás el caso generalizado en las actitudes, ni desde luego lo contemplado por las leyes. De ahí que frente a una condición lingüístico-cultural vivida como natural o nacional, la ciudadanía española sea para los primeros tan sólo un hecho; hecho que no cabe sino asumir, pues, jurídicamente inapelable, literalmente se impone. Mas ante la inflexibilidad de los hechos cabe el consuelo de no darles cobijo en el registro maleable de los símbolos y, concretamente, traducción en la palabra:

Los símbolos de la identidad española se erigen solitariamente, en lugares tan estratégicos como confinados (Puerto, Comandancia ... ); comparten -¡por imperativo legal!- estandartes o marco con los de la comunidad en edificios representativos del poder autonómico y, como marcados por un hierro de ¡legitimidad..., desaparecen de ámbitos enteros de, la vida civil, al igual que en la exteriorización de actitudes y sistemas de valores se evacua toda referencia a lo español. Correlativamente, a la vez que se ordena la propia existencia (se oposita, se recurre, se cotiza., se inscribe) en base a los imperativos marcados por su Constitución, se evacúa el nombre "España", atribuyéndole una connotación cuasi mágica, al suponer que su mera aparición . convertiría- la asunción de la ciudadanía española en asunción de la identidad española. De ahí el tan trillado "Estado español,, , sustituido en ocasiones por "Estado" a secas (lo cual permite augurar titulares como Estado perdió injustamente ante Italia), o el recurso sistemático al equívoco en expresiones como: "Tenernos siempre presente el interés del país", que, a la vez en boca de Ardanza, Pujol o González, pueden difícilmente remitir a un mismo referente.

"Así, cada uno entiende lo que quiere", se dirán los espíritus predispuestos a ver por todas partes conciliación. ¿Y qué es lo que efectivamente entiende cada uno? Desde luego, en alguna instancia verídica, el uno entiende perfectamente que su interlocutor español está dispuesto a poner en provisional paréntesis tal identidad antes que aceptar como diferente, e interpretar, la suya propia. Y el otro entiende perfectamente que tal repudio provisional de su condición de español es efectivamente el precio que el primero (vasco, catalán u otro) exige a cambio de no mostrarse en lo que siente como identidad irreductible. Así, en lugar de mutilo reconocimiento, del que cabría esperar un auténtico compromiso, se asiste a una mutua negación, incubadora de resentimiento perfectamente consciente, pues no hay engaño posible en esta farsa. El interlocutor inequívocamente español que soslaya asimismo el vocablo "España", no está en absoluto respetando la susceptibilidiad del otro, sino haciendo soterrada genuflexión que equivale a poner en almoneda la dignidad de ambos. Y desde luego será éste (¡nunca el que se niega a la alcahuetería!) quien -la mirada posada en alguna atalaya imaginaria- buscará triste consuelo en el escatológico pensamiento de que "en última instancia...". Pues ésta es la otra cara de la moneda:

España, embarcada toda ella en ascesis dolorosa hacia la europeidad (erigida en nueva virtud y confundida con nueva piel, sin duda más blanca), repudia hoy en sus fronteras a personas (en ocasiones hijos directos de emigrantes a Venezuela o México) que, vinculadas a ella por, toda clase de tradiciones, ritos festivos o liturgias, y llevando literalmente su nombre en la propia lengua, tendrían, en unos años, poca objeción en reconocerse (con todas las matizaciones que se quieran) de alguna manera españoles, reconocerse y no meramente declararse tales. Mas esa declaración sin reconocimiento es lo que precisamente exige esa misma España de aquellos que (con razón o sin ella) se reclaman de otra identidad. Y ante el silencio hostil o el subterfugio, España oscila crispadamente entre el servilismo (al mendigar a Arzalluz el mero, pronunciamiento de su nombre) y la amenaza al evocar artículos constitucionales que rememoran dormidos fantasmas. Tal evocación surte mayor o menor efecto en función de si se estima o no que en este punto nuestra Constitución de alguna manera va de farol, que (por ejemplo) el marco geopolítico europeo hace de facto inviable toda solución no pactada. En ocasiones, sin duda, hay alguna veleidad, sí no de retraimiento en la convicción, sí al menos de comedimiento en las palabras y sacrificio de algún gesto simbólico; en celebración de lo cual (y como expresión del mencionado polo servil) cierto periódico nombraba "español del año" a un político catalán que hoy denosta.

Mas la referencia, como soporte de la unidad, a una instancia por hipótesis inapelable puede tener efectos perfectamente antitéticos a los disuasorios que el legislador preveía. De momento, el de dar un supletorio pero irrefutable argumento a los que estiman que la dignificación de su identidad es incompatible con el mantenimiento del lazo con España: "¿Cómo sin indecencia asumir un vínculo que se nos impo

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Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.

La dignidad de España

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La dignidad de España no pasa, en modo alguno por una exigencia de que el que no se reconoce como español se declare como tal. Pasa por que éste acepte sin ambages tal condición en aquel que sí la reclama como propia.

La dignidad de España no pasa por que el otro adopte contra su voluntad el estatuto de hispanohablante. Pasa por que éste sea reconocido en aquel individuo que a todas luces responde al mismo. Reconocimiento que no forzosamente ha de tener traducción en oficialidad (no es oficial el idioma español en Miami, y sin el movimiento "English only" tampoco lo sería el inglés), pero sí en escrupuloso respeto ante su presencia en tal o tal aspecto de la vida cotidiana. Pues, precisamente los que un día, y en nombre de España, fueron despreciados en su identidad lingüística, saben mejor que nadie que para tal ofensa no hay bálsamo posible y que ante ella (salvo al precio de incubar para siempre un resentimiento tan feroz como estéril) sólo cabe la radicalidad en la respuesta.

La dignidad de España no pasa por prefigurar una historia futura y por tanto aleatoria, en la que tendrían obligada participación todas las culturas, lenguas y comunidades que hoy la integran. Tal dignidad pasa por que a España se la reconozca en lo irreversible de una historia dramática y hasta cruel (como tantas otras, asociadas a grandes civilizaciones), pero hoy traducida en lazos con cientos de millones de personas que, no arbitrariamente, en su exilio norteamericano reciben, el nombre de hispanos. Historia intrínsecamente merecedora de respeto y que no puede, sin ofensa, ser trivialmente devaluada en nombre de valores abstractos de europeidad (como hacen en ocasiones los que buscan razón prestigiosa para rechazar el ser español). En las orillas del Mediterráneo todo el mundo parece considerar que la frontera de Europa termina en el sur de su pueblo, olvidando que ellos mismos son sur para otro norte: ese norte que excluye del núcleo de la Unión al único país meridional firmante... del Tratado de Roma.

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