Conflicto distributivo
La principal amenaza que se cierne en España sobre el sistema contributivo de pensiones no es demográfica, fiscal u ocupacional. Sin obviar estos condicionantes, lo único que, de manera cierta, lo pone en grave riesgo es el conglomerado de intereses que lo quieren bonsaizar en beneficio de fórmulas privadas.La estrategia de los sectores privatistas se articula en varios frentes argumentales: la insolvencia del sistema, las exigencias de la competitividad internacional, la superioridad de los planes de capitalización. Para el fin que persiguen los partidarios del recorte, dos condiciones previas son necesarias. La primera es introducir la incertidumbre y el miedo en relación al futuro de las pensiones públicas. El ministro de Trabajo ha tenido que salir al paso de estas campañas catastrofistas que son muy eficaces: en el último ano, pese a la escasa rentabilidad que han cosechado, los fondos de pensiones han aumentado un 26% el número de suscriptores. La segunda consiste en tratar de circunscribir a la esfera técnica el debate sobre el futuro de las pensiones, dado que la mayor dificultad para sus pretensiones estriba en que los pensionistas también votan. El porvenir de la protección social no es un problema técnico, sino político, que atañe a la dosis de solidaridad que la sociedad y sus instituciones están dispuestas a financiar. Es una opción distributiva en la que las pensiones no tienen, a priori, menos asegurado su destino que otras partidas del Presupuesto.
Diversos estudios, basados en previsiones demográficas oficiales para el año 2026 y en los supuestos de que el PIB crez ca en ese periodo en tomo al 2% de media, y la intensidad protectora se mantenga sin grandes variaciones, demuestran que el sistema de pensiones es perfectamente viable, incluso extrapolando otras variables actualmente desastrosas, como las tasas de actividad y paro. La mayoría de los expertos coinciden en que los problemas pueden manifestarse a partir de esa fecha y hasta los más pesimistas admiten que, al menos en los próximos 10 años, las pen siones están garantizadas. Resulta, por tanto, altamente sospechoso que se quiera cambiar radicalmente el sistema en base a dudosas predicciones a 30 o 40 años que, en economía, son imposibles. ¿Quién era capaz, por ejemplo, de predecir en 1964 que 30 años después la productividad por trabajador se habría triplicado? Lo sensato sería adoptar de momento medidas de racionalización y mejora del sistema y relegar cualquier recorte o cambio de fondo a que los hechos demuestren fehacientemente su necesidad. Lo que no tiene sentido es cortar ahora por lo sano en función de un impensable escenario de futuro en el que persistirían tasas de paro tan elevadas como las actuales, niveles de actividad tan bajos, fraude fiscal tan escandaloso, precariedad en el empleo sin parangón en la OCDE, gastos fiscales y ayudas a las empresas tan exorbitantes. Son mucho más fuertes los interrogantes que pesan sobre el futuro de nuestra economía que sobre las pensiones. Pero no podemos apostar por el desastre. Hay que tener en cuenta, además, que el gasto en pensiones es en España sensiblemente menor a la medida comunitaria (11,24% del PIB, frente al 14,54%). Y que las pensiones medias, en relación a la renta por habitantes, sólo son superiores a las irlandesas y portuguesas.
Al sistema de pensiones le aquejan problemas que se podrían solucionar sin grandes terremotos. Son básicamente a dos: las cargas indebidas que soporta el sistema contributivo y su adaptación a las nuevas necesidades surgidas como consecuencia de cambios en el empleo y en la estructura familiar. Mediante cotizaciones sociales se financia el 31 % de la sanidad, el 60% de los complementos de mínimos de las pensiones y gran parte de los servicios sociales y de la protección familiar. Que, al ser prestaciones no contributivas, deberían financiarse vía impuestos. Algo similar sucede con el desorbitado recurso a las jubilaciones anticipadas, cuyo coste transfieren las empresas a la Seguridad Social de manera impropia: el 63% se jubilan antes de los 65 años y casi el 40% lo hace a los 60 años. Esto, que además penaliza especialmente a los trabajadores -reduce el 20% la cuantía de la pensión media del sistema-, requiere una nueva regulación. De otro lado, la extraordinaria rotación y temporalidad en el empleo, el paro de larga duración, así como las transformaciones en la estructura social y familiar, hacen necesario modificar los requisitos de acceso a las pensiones: reducción del periodo mínimo de cotización, supresión de la anacrónica carencia cualificada, reconocimiento de la pensión de viudedad a personas sin vínculo legal, revisión del límite de edad para pensiones de orfandad.
No queda espacio para abordar la barajada posibilidad de ampliar el periodo de cálculo de las pensiones o la revalorización automática de las mismas, que sigue sin estar reconocida en Portugal y España. Queda también para otro artículo analizar los efectos de la competitividad interna cional y los modelos de capitalización. Si, como se prevé, en 30 años el PIB se multiplica por tres, el problema principal no será financiar nuestras exiguas pensiones, sino saber si un crecimiento de este tipo, generalizado en los países industrializados, podrá aguantarlo el planeta.
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