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Tribuna
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Culturalmente correcto

Han proliferado como las setas de otoño. Son cultos, ilustrados, internacionales y pedantes. Forman un grupo selecto especializado en mirarse el ombligo, y dan y quitan con un desparpajo admirable, el derecho a ser alguien. Se conocen, se saludan, se critican, pero sobre todo se apoyan mutuamente. Forman un lobby perfecto. Son los nuevos académicos, las voces oficiales de lo que es y de lo que no es cultura. De lo que hay que ver y de lo que no hay que ver. De lo que vale y de lo que no vale. Ellos dictan la ley. Deciden lo que es, al filo del milenio, lo culturalmente correcto.No se reúnen en caserones decimonónicos, ni exponen su propio trabajo a la crítica, ni apenas desarrollan su obra en profundidad. Su tribuna son las páginas de los periódicos, los catálogos de las galerías, los prólogos de los libros, las tertulias, las mesas redondas y; sobre todo, los corrillos de los cócteles. Vienen de varios mundos y tienen una característica común: se pasan el día pontificando sobre el trabajo de los demás aunque ellos nunca se ponen a prueba, nunca corren el riesgo de equivocarse, nunca pasan un examen que normalmente no podrían aprobar.

Se han servido de la generalización de la cultura (del cine, del arte, de la literatura) para imponer el gusto colectivo. Son caprichosos y arbitrarios. No tienen memoria. Se hacen pasar por sabios y han inventado una jerga retórica y patética para engordar sus magras ideas. Tienen un lenguaje selecto, tan barroco y vacío que solamente les hace entenderse entre ellos. Son la élite, la créme de la créme, el no va más, los cultos oficiales.

Tienen el poder que les dan la comunicación y los corrillos. Cada temporada, definen lo bueno y lo malo y lo propagan sin pudor. Gracias a ellos hemos sabido que Ferrán García Sevilla era uno de los grandes pintores del siglo, que Pedro Almodóvar se ha aburguesado y ya no es lo que era, que antes de ver una escultura de Susana Solano hay que entrar en éxtasis, que Julio Iglesias es un hortera, que Ray Loriga acaba de descubrir el mundo, que una bolsa de basura y una fregona es una instalación, que Mahler era (¿sigue siendo?) un genio, que el cine del futuro viene de la mano de Quentin Tarantino y la violencia absurda la pone Oliver Stone y, más recientemente, que la literatura japonesa es realmente brillante, aunque ellos solamente lean a sus traductores.

No solamente nos descubren el mundo, sino que cada temporada proponen mundos cambiantes y a veces contra dictorios que, naturalmente, los demás humanos, en nuestra ignorancia, debemos conformarnos con admirar. De esta forma, gracias a este sencillo mecanismo de sumisión cultural, un año se admira lo conceptual, al siguiente lo minimal y dos más tarde el neobarroco, del que, naturalmente, no se acuerda nadie pasados otros tres. Hoy les toca el turno a los escritores suramericanos, mañana al realismo sucio y tal vez pasado mañana a los jóvenes valores. Y en música, y en arquitectura, y en enfoques de la historia, tres cuartos de lo mismo.

La generalización de la cultura ha dado un gigantesco salto adelante. El viejo escenario restringido a los estrechos círculos de expertos deja paso a las macrolibrerías que abren los domingos y a los debates culturales seguidos por millones de personas a través de la televisión (en otros países, por supuesto). Tanto aumento de bienestar no podía ser un paraíso. La nueva cultura democratizada se ha convertido también en un artículo de consumo. En esas circunstancias, era inevitable: el marketing ha impuesto a estos nuevos académicos; pequeños dictadores, capaces de orientamos sobre lo que debemos o no debemos hacer. Capaces de revelamos la trama secreta por la que un cuadro de Julian Schnabel es mucho mejor, más moderno y más solvente que un retrato de Federico Madrazo. Al menos hasta que ellos decidan lo contrario.

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