Cuestiones de estilo
Creo que fue en 1925, en aquella década que llamaron los años felices, o los años locos, o cualquiera que fuera el eufemismo que designara la profunda transformación de la conciencia europea que siguió a la Gran Guerra, cuando Le Corbusier, el discutido arquitecto y prestigioso inventor del mueble de cocina, propuso a la Villa de París un plan radical de renovación. Aquellos años locos o felices saludaban con entusiasmo cualquier proyecto atrevido, como si en la osadía radicaran las virtudes más viriles de la cultura urbana (todo el mundo sabe hoy día que las virtudes más viriles de la cultura tanto urbana como rural radican en la astucia y la cautela). Pero aquéllos eran tiempos de piñón fijo, y los mejores poetas saludaban en verso la aplicación del sistema Crampton para locomotoras de vapor. Como en san Agustín (La ciudad de Dios, libro XIV, capítulo 230), la voluntad humana parecía capaz de controlar hasta las ventosidades del cuerpo. Pero, dejando aparte habilidades teológicas, el entusiasmado arquitecto suizo preconizaba un modelo de cité radieuse que hubiera rivalizado con la ciudad de Dios.En su primera fase, el plan de Le Corbusier para París, o Plan Voisin, era asombrosamente sencillo. Consistía en dar trabajo a los desocupados y arrasar con la piqueta los viejos barrios de París para dejar espacio a nuevas experiencias urbanísticas y humanas. En su segunda fase, más jugosa, entraba en juego el espíritu creador. Sobre el amplio territorio así liberado se levantarían elevados rascacielos con planta de cruz griega, rodeados de jardines a la francesa, es decir, con mucho cálculo y cordel a la hora de plantar una fila de laureles y mucha geometría para hallar el punto exacto donde empieza a incurvarse un seto de boj. Los solares despejados se medían por hectáreas. A modo de señas de identidad se respetaban edificios heterogéneos. La selección era ecléctica. El inventario reseña, entre otros monumentos, la catedral de Notre-Dame y la basílica del Sacre-Coeur.
El Plan Voisin recibió el nombre de su promotor, Gabriel Voisin, industrial aeronáutico, una profesión que, aguardaría la próxima guerra para demostrar su capacidad de destrucción civil. No era un proyecto utópico, aunque es posible que Le Corbusier y Voisin formaran parte de una secta. Tampoco era un proyecto irrealizable. La concepción urbana que encarnaban había sido alegremente aplicada en las colonias, remodelando con entusiasmo devastador las antiguas medinas de Damasco y Alep.
Así pues, el tratamiento propuesto a las ciudades excedía con mucho el ámbito urbanístico. Era un cambio de estado, una transformación radical del punto de vista, un concepto demoledoramente nuevo de lo que es un monumento y de lo que es una ciudad. Se me dirá que peor hubiera sido incluir en el proyecto la destrucción de Notre-Dame, pero el problema no es ése, al contrario. Identificando, la ciudad con unos pocos monumentos, la arquitectura entraba de lleno en el mundo del operador turístico y de la tarjeta postal. En 1925, en los balbuceos del siglo de la imagen, ello nos habla de una intuición muy propia de la arquitectura, porque no hay soporte mediático más sólido que las tarjetas postales. (Eso lo saben muy bien los hombres famosos. No hay hombre que pueda preciarse de ser verdaderamente famoso hasta no haber salido en una tarjeta postal).
Hubo que esperar la remodelación del Museo del Louvre y la construcción de la pirámide de Pei para que la arquitectura exhibiera otra de sus brillantes intuiciones. Por su forma y su función, la pirámide de vidrio transforma el Museo del Louvre en un gran centro comercial, y, al tiempo que revoluciona el concepto de museo, es la más atrevida exaltación cultural de los centros comerciales. Dimitidas autoridades del Prado no. llegaron tan lejos. Y, sin embargo, Pei, un gran arquitecto, enunció la escueta ley de museos. Solamente la frontera que va del lienzo a la vida separa a los consumidores que se apiñan delante de Las bodas de Caná de Veronese de la tumultuosa agitación que reina un sábado por la tarde en la sección de bebidas de El Corte Inglés. Es muy poco arriesgado decir que la arquitectura es una de las profesiones más desprestigiadas de España. Descontando aquellos que ganan honradamente su vida dando clases particulares de dibujo y perspectiva, los colegios de arquitectos no cuentan con un plantel de talentos y sólo muy esforzadamente surgen aquellos que salvan el honor del cuerpo.
La península Ibérica había heredado un riquísimo patrimonio. Desde la borda de pastor, de planta circular y bóveda de piedra y argamasa, hasta las casonas laberinto de los labriegos acomodados de Aragón, los viajeros de los años cincuenta nos hablan de un país que sólo con dificultad reconocemos. El franquismo consagró dos estilos que han pasado a la historia con nombre de ministro. El primero, llamado estilo Solís Ruiz, introdujo el modelo de la vivienda protegida, que, con escasas variaciones de moda y aliño, perdura en nuestros días. Sus construcciones fueron de material mediocre. Su función, alojar en las ciudades a la emigración rural. El segundo, llamado estilo Fraga Iribarne, apostó, con vistas al turismo, por una tradición rural que la población emigrante abandonaba. Se potenciaron los calderones de cobre, las vigas maestras en infusión de nogalina, las albardas y collerones de mula como decoración interior. Fue, después de todo, un estilo dialéctico. A muchos mesones Iribarne les ha bastado una mano de pintura roja para transformarse en restaurantes chinos. Su aporte más tardío y original faeron los bosques de jamones suspendidos del artesonado, algo que no me atrevo a calificar de intuición arquitectónica por la extremada riqueza onírica de sus connotaciones. Su fracaso más rotundo fue la amanerada recuperación de fortalezas y conventos tomando como modelo la historia medieval de España vista por Walt Disney.
A la democracia se llegó con las ciudades rodeadas por cinturones de urbanismo de urgencia. Hay que buscar sin duda en la irrupción arquitectónica de los ochenta y en las fuertes inversiones inmobiliarias que actuaron como fuerza de apoyo la metáfora o la intuición de unos años en los que el país ha, madurado su imagen al tiempo que amenazaba la crisis del sector.
A todos nos gustaría ver en la perfección de columna dórica de la torre Picasso el paralelo de las aspiraciones constitucionales en el durísimo camino hispano de perfección. A nadie le gustaría contemplar en el gigantesco desafuero de las torres de KIO algo más que una osadía, o el arriesgado símbolo del tente mientras cobro, si no fuera porque en la historia secreta de esos dos edificios gemelos se condensan todas las maquinaciones que permitieron a un paladín financiero sacarle el oro al moro.
Hay más sutiles significados en la orden ación de nuestras ciudades. Entre la proclamación de principios del ladrillo de Moneo o el oportunismo sin sustancia de Bofill, el abanico es amplio. Pero quizá la arquitectura no haya de revelarnos nada. Quizá sea en la incesante actividad de limpieza de fachadas donde mejor concuerde el que hacer político del Estado con la empresa más digna del ramo de la construcción.
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