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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pelotazo y manta

EL INGRESO en prisión del financiero Javier de la Rosa se ha considerado el acta de defunción de un periodo caracterizado por la llamada cultura del pelotazo. El propio presidente del Gobierno se ha referido en esos términos al asunto, precisando que se trata de un problema común a muchos países.Ensayos como el de Galbraith sobre "la cultura de la satisfacción", novelas y películas en tomo a la figura del yuppy y su circunstancia rinden cuenta de ese periodo, segunda mitad de los años ochenta, en que grandes empresas cambiaban de manos con una facilidad pasmosa, se ponía en jaque a los mercados bursátiles o se desafiaba con éxito la autoridad de los bancos centrales sobre los mercados de divisas. Son también los años en que los flujos de inversión extranjera registran aumentos sin precedentes en muchos países, entre ellos España, y en los que la sociedad asiste atónita al rápido enriquecimiento de personas especializadas en fulgurantes operaciones, las más de las veces especulativas y con frecuencia apoyadas en información privilegiada.

Pero no hay que confundir la ingeniería financiera con la estafa: la primera podrá resultar discutible desde una perspectiva de utilidad social, pero no es equiparable con la práctica de algunos gestores consistente en vaciar de activos las empresas a ellos encomendadas en beneficio de su bolsillo particular. Y los casos más sonoros y de mayor actualidad pertenecen más bien a este segundo grupo.

Además, las cautelas institucionales y sus repercusiones legales no han sido equivalentes en todos los países. En el nuestro, la transición desde una economía muy regulada y protegida hacia una abierta y liberalizada se ha producido de manera vertiginosa. En paralelo a esa modernización, la razonable voluntad por legitimizar la figura del empresario, y con ella la credibilidad del Gobierno socialista como defensor de la economía de mercado, fue tan firme, pero a la vez tan rápidamente sobrevenida, que llegó a propiciar excesos tendentes a presentar a España como el paraíso de los negocios fáciles. Se impuso la impresión de que a esa prioridad quedaban subordinadas otras más directamente asociadas a la consolidación de unos usos y costumbres basados en el juego limpio. Y la habilidad para ese enriquecimiento fácil se convirtió en pauta del éxito social.

Así, el que no ha sido investido doctor honoris causa por la Universidad ha sido exhibido como prototipo de gran empresario por los paladines de esa nueva rama de los negocios que se ha dado en denominar economía productiva. En ese contexto, la irrupción de los escándalos, por afectar a esos nuevos héroes sociales, ha ido acompañada de una suerte de expectación acerca de la dimensión de lo que se esconde bajo esa manta de la que cada implicado amenaza con tirar. Pero también por un cierto escepticismo sobre la posibilidad de sanción penal o social a la vista de la impresionante red de conexiones políticas y periodísticas tras las que se han atrincherado. La compra de impunidad con dossiers, relaciones institucionales y financiación de medios y partidos políticos es lo peculiar de la cultura del pelotazo a la española.

La ausencia de una experiencia y capacidad técnica suficientes para supervisar las transacciones en los mercados de valores también ha fomentado un capitalismo de regate corto, más preocupado por el acceso a informaciones reservadas o favores especiales que al aumento de la competitividad. Ése es el escenario en el que emergen personajes como Mario Conde o Javier de la Rosa, y en el que funcionarios públicos revestidos con la apariencia del rigor, como Mariano Rubio, halagados sin medida hasta convencerlos de que la sociedad era deudora de ellos, no resisten el espectáculo del enriquecimiento de sus amigos.

Es pronto para certificar el fin de esos vicios arraigados en el sistema. Esa cultura basada en el enriquecimiento fácil, en la connivencia don instancias públicas y partidos políticos, en la facilidad para distraer la supervisión de las autoridades, requiere algo más que fugaces estancias carcelarias de algunos de los infames protagonistas de esa época. Antes del borrón y cuenta nueva que parece pretender el presidente del Gobierno es necesario convenir en las circunstancias que han posibilitado el dominio de esa cultura y en el papel que ante ellas han desarrollado instituciones como la Comisión Nacional del Mercado de Valores: tras muchos de los pelotazos queda una estela de agravios a pequeños accionistas, insuficientemente protegidos, y la impresión de falta de transparencia y rigor, condiciones que han de presidir las operaciones con valores mobiliarios.

Poner punto final a esa época exige también la definitiva clarificación de la financiación de los partidos políticos, frecuentemente asociada a estos episodios. Son los representantes de los ciudadanos los que deben hacerlo. A los auténticos empresarios corresponde marcar distancias efectivas con ese capitalismo ramplón más próximo a esos logreros de los que hablaba Keynes que a verdaderos emprendedores.

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