Finanzas y política
Parece claro que la corrupción y, más aún, los escándalos de ella derivados, son lacra grave en el panorama político español. Por eso, hace años me permití señalar, cuando la pestilencia llegaba a la superficie, la conveniencia de consensuar, no su ocultamiento, sino su remedio, pactando entre todas las fuerzas políticas tres extremos: la rápida depuración de los corruptos, la eliminación de los resortes jurídico-administrativos que permitían y aun facilitaban tales prácticas y, tercero, la no utilización de la corrupción como instrumento de descalificación recíproca. Es claro que tan ingenua propuesta mereció el reproche de corruptos, corruptores y glosadores, y si el escándalo subsiguiente no ha servido para mejorar el prestigio de las instituciones y de la clase política, lo cierto es que no se ha puesto remedio a la situación de cuya corrección se trataba.Pero el caso es que ahora surge otra curiosa forma de corrupción institucional que escandaliza menos a la opinión pública, progresivamente mal formada, pero que puede tener efectos extraordinariamente graves. Me refiero a la creciente interferencia entre finanzas más o menos sucias y política. Un mundo muy poco ejemplar, que pretende pasar por sociedad civil, amenaza y hace burla, no ya de los políticos, sino incluso de las instituciones y, paralelamente, quienes encarnan las instituciones no pierden ocasión de mezclar a sus rivales, mezclarse ellos mismos y, en consecuencia y lo que es más grave, mezclar a las instituciones con los escándalos procedentes de ese mundo poco ejemplar.
Esta permanente mixtión tiene a veces defectos aun menos deseables y es la traslación de responsabilidades políticas aún no aclaradas a los más ilustres y solventes sectores de nuestra sociedad civil. De todo ello hay ejemplos recientes.
Tal vez la opinión pública con razón escandalizada por la gestión de Banesto en los anos pasados, no haya tomado en serio los episodios ocurridos en el Congreso de los Diputados los últimos días. Pero es claro que si un banquero norteamericano hubiera mantenido el tono de descaro que el señor Conde usó ante las Cortes españolas en su última comparecencia, la reacción de las instituciones políticas y judiciales norteamericanas hubiera sido contundente. No sé si es que en España, en el fondo, gusta la majeza o que los parlamentarios españoles no se toman a sí mismos todo lo en serio que debieran. Pero por poco importantes que sean, son los representantes del pueblo español, investidos de tal condición por nuestra Norma Fundamental. Casi simultáneamente, estalla el caso De la Rosa y la misma opinión pública, en vez de insistir y confiar en la pronta depuración de responsabilidades civiles y penales, si las hubiere, presta especial atención a las posibles implicaciones políticas de la más que reprobable conducta del personaje en cuestión.
El resultado de todo ello es doble. Por una parte, las responsabilidades que individuos concretos puedan tener por una gestión defectuosa e incluso delictiva de patrimonios ajenos, con víctimas muy concretas y daños muy cuantificables, se diluye en una imputación general al sistema. Del delito personal pasamos, así, a la culpa estructural que es la mejor manera de negar toda responsabilidad. No ofrece mucha duda quién es quien sale ganancioso de este cambio de plano, de lo penal a lo político, de lo judicial a lo parlamentario.
Pero es más evidente aún quien sale perjudicado de ello, que son la propia clase política que al juego se presta y, desde luego, y lo que es más grave, las instituciones que la clase política encarna. Nadie duda que es preciso una rápida moralización de nuestra vida política. Una moralización que no se consigue ni con reproches al contrario, como los políticos hacen, ni con exigencias de confesión general, como algunos comentaristas propugnan. Se consigue cambiando todos, unos y otros, aquéllos y éstos, la conducta en sí misma. Pero nada tiene que ver con esta moralización, ni en nada contribuye a ella, imputar a los políticos y al sistema institucional lo que son, ante todo, conductas reprochables cuya individualización y concreción está al alcance del ministerio fiscal y del juez instructor.
Yo no soy el más acérrimo partidario de nuestra actual clase política y de su modo de ser y estilo, y lo he demostrado apartándome de ella. Pero por eso mismo tengo cierta autoridad para defenderla, no por su excelencia ética o estética, sino por su necesidad histórica. Y cuando se la pretende hacer cargar, no sólo con sus culpas, que ya son muchas, sino con otras ajenas, se está corriendo el riesgo de que en una confusión general nuestros más que mejorables políticos sean sustituidos por la banda de nuestros difícilmente empeorables aventureros.
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