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Conchita Montes, la mejor intérprete de Neville, muere en Madrid a los 80 años

La actriz será incinerada hoy en el cementerio de la Almudena

La actriz Conchita Montes falleció en la primera hora del día de ayer en su domicilio madrileño a los 80 años víctima de un paro cardiaco. A pesar de no erperarse el desenlace, ya que la actriz, autora del Damero maldito. que publica EL PAÍS, no estaba más delicada de salud que en los últimos años, Conchita Montes dejó redactada su propia esquela. El funeral se celebrará hoy, a las 11.30, en la incineradora del cementerio de la Almudena.

EL PAÍS, Conchita Montes cumplió 80 años en marzo, y su cabeza, que fue la mas lúcida entre las mujeres del teatro y del cine español de posguerra, ya no regía. Fue de las primeras universitarias españolas; tenía la carrera de Derecho -licenciada María de la Concepción Carro Alcaraz-, pero la dejó por el amor y el teatro, que se le presentaron de una vez en la persona de Edgar Neville; un diplomático expedientado en la Monarquía, activo en la República, un escritor de la llamada generación teatral del 27, que se pasó a tiempo; pero aún le quedó esa lección del mundo libre que había conocido, y se le fue aumentando con los años; y de ella estuvo impregnada Conchita Montes. Toda la vida libres pero juntos: desde que se conocieron en Estados Unidos, siendo Edgar cónsul en Los Ángeles, hasta que éste murió, en 1967.Juntos tuvieron el mayor éxito de su vida: El baile, en 1952. Conchita era brillante y disparatada, alegre, sentimental, tierna, juvenil en un papel doble entre dos enamorados, Rafael Alonso y Pedro Porcel (en el cine, Alberto Closas). La verdad es que habían ido al teatro por algún problema económico, porque por entonces su vocación mayor era el cine. Horroroso cine: Frente de Madrid, La muchacha de Moscú, Correo de Indias... Nadie estaba libre de esos tristes éxitos. Pero hubo también otras películas con Edgar que fueron entrando en la historia: La vida en un hilo, Domingo de Carnaval, El último caballo.. Y Mi calle, de 1960; a partir de ahí, toda su vocación se volcó al teatro. Tuvo su compañía, interpretó a Edgar y a otros autores, traducía obras inglesas (dominaba el idioma: la vi en Londres interpretar El baile en inglés, con dos actores ingleses). De cuando en cuando reponía El baile y su segunda parte, Adelita. Cuando repuso la obra otra Compañía, en febrero del 93, supervisó todo, estuvo en algún ensayo. Llamaba luego a sus amigos supervivientes para decirles lo bien que había hecho su papel Cristina Higueras. Era verdad, pero ella quería oír decir el "como tú, ninguna", y ¿quién se lo podría regatear?. Tenía 79 años.

Paradojas

Conchita Montes no fue una buena actriz; pero fue una excelente primera actriz. No creo que haga falta explicar esta paradoja: tenía un defecto de dicción, interpretaba siempre el mismo papel, pero... cuando estaba en escena, borraba a todos los demás. El escenario era suyo. Ésta es la condición de muchos que nos parecen grandes, actores y actrices, y son simplemente capaces, pero con un atractivo y una calidad personal fuera de toda discusión. Puede que eso sea el teatro, más que una escuela de gestos y voces. Su último papel importante fue el de La estanquera de Vallecas, de Alonso de Santos, en la reposición de 1985: mayor como era, rodeada de jóvenes, aún llenaba el escenario con su presencia.Ese mismo brillo tuvo en la calle y los salones: fue una primera actriz de la vida. Musa de la revista de humor La Codorniz, donde a veces escribía brevemente, pero donde, sobre todo, hizo famoso su Damero maldito, ejercicio de inteligencia probablemente más difícil para su creadora que para los que se empeñaban en resolverlo; era la gran amiga de la generación de Chicote, de los autores y escritores brotados en la posguerra.

Entre Miguel y Jerónimo Mihura, López Rubio, Calvo Sotelo, Marqueríe, Tono, Álvaro de Laiglesia, Conchita Montes era uno más, y mantenía una conversación ingeniosa y brillante, unos destellos de humor y de ironía, con los que se hizo la primera revista rebelde frente a la burguesía dura y estulta de la posguerra. Una frivolidad, un sentido del humor, una buena vida, un tiempo que tardó en írseles de las manos.

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