Recetas de fondo
LAS CRÍTICAS y condenas al carácter ideológico de las recetas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial hechas estos días por algunos dirigentes políticos españoles constituyen un recurso dialéctico asombroso. Tendrían justificación si se tratase de organismos desconocidos hasta la semana pasada. Pero hay una evidente continuidad en la política y recomendaciones del FMI, que ahora ha cumplido 50 años. Escandalizarse porque sus técnicos manifiesten la necesidad permanente de profundizar en la flexibilidad laboral, la privatización de las pensiones o el recorte del Estado del bienestar -una parte del ajuste económico que deben hacer los países con problemas estructurales- no deja de resultar hipócrita en quienes, hasta ahora, han basado buena parte de la legitimidad de su política económica en seguir la ortodoxa línea marcada por el FMI.Ésta es la lectura interna, española. Pero la asamblea del FMI, y todas las reuniones colaterales que ha acogido (de los países más ricos, de los intermedios o de los menos desarrollados) y las conferencias dictadas, han dado mucho más de sí. En primer lugar, el 50 aniversario de Bretton Woods ha servido para hacer un punto y aparte en la vida de sus instituciones e iniciar una transición, de la que todavía es pronto para saber a dónde conducirá
El FMI ha ampliado la capacidad de decisión de los países, cuando la mayoría de éstos se rebelaron en el comité interino contra las decisiones adoptadas el día anterior por el G-7 (grupo de siete países más ricos del mundo). El FMI ha democratizado, pese a su satanización, las discusiones sobre la política económica y ha impedido que los grandes impusiesen su diktat a los países del Tercer Mundo; es decir, ha controlado el poder de las grandes potencias, y en eso ha consistido su éxito en esta conferencia. Su fracaso ha sido la imposibilidad de aumentar la capacidad de financiación de la institución, mediante la emisión de derechos especiales de giro (la moneda del Fondo) por valor de 25.000 millones de dólares. Ello conlleva un grado de debilidad de Michel Camdessus, director gerente del FMI. Pero también la grandeza de este dirigente del Fondo en plantearlo en los términos en que lo hizo.
Por lo demás, ésta ha sido una asamblea del FMI atípica. No por las protestas del Foro Alternativo que con más o menos virulencia se producen cada vez que la reunión se celebra. Ante todo, por la coyuntura diferente. Excepto los países del Este europeo, enredados en una complejísima transición hacia la economía de mercado, el mundo avanza en el desarrollo; los países del llamado Tercer Mundo crecieron por tercer año consecutivo bastante más -tres puntos por encima- que los países industrializados. La inflación remite y el control de los déficit públicos se convierte, cada vez más, en la prioridad de las políticas económicas. Es decir, estamos en una situación distinta, que induce a la esperanza, aunque se mantenga la incógnita sobre la fortaleza o fragilidad de la recuperación; los "siete años de vacas gordas" pronosticados no dejan de ser, por el momento, un elemento de propaganda tendente a generar certidumbre.
De manera paralela al discurso oficial de las instituciones, otro mensaje ha calado y será, sin duda, el principal elemento de reflexión en Europa a partir de ahora: la inflexibilidad de Alemania, constituida en líder y garante de un modo de entender la unidad europea. La unión económica y monetaria se hará sólo con los países que cumplan los criterios de convergencia; los demás quedarán aparcados. Cada vez está más claro. Sorprende que quienes tan airados gritaron contra el toque de atención sobre las pensiones o la flexibilidad laboral -atenazados quizás por sus dogmas favoritos- hayan permanecido silentes ante lo más importante: la seguridad de una Europa de geometría variable, en la que España no estará precisamente entre los primeros.
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